martes, 16 de diciembre de 2008

Los exiliados del sur

Poeta de tierras y rimas,
vete a vivir a la selva
y aprenderás muchas cosas
del hachero y sus miserias
(Atahualpa Yupanqui – El Poeta)

Llegó desde Chimbote, para huir de su padre. Pancho Mendoza, aún no dejaba de ser niño, cuando tuvo que hacerse hombre. En Trujillo, una tierra desconocida por él, decidió comenzar el relato de su verdadera historia. Una leyenda en donde la andada y el divago, fueron sus redundantes.

Su infancia transcurre en los años cincuenta, en Chimbote; allí, en medio de fábricas y pescados, pasa quince años al lado de su padre. En el 65, cansado de la opresión y violencia de este, decide huir a Trujillo y encuentra trabajo en la fábrica de zapatos de un tío suyo. Paralelo a sus labores, Pancho decide estudiar artes marciales. En pocos meses, este forastero se enamora de la hija de su entrenador y es ahí donde comienza su aventura. Victoria, sobrina de este personaje, recuerda que una mañana Pancho tocó la puerta de su casa. Al lado de él, se encontraba su novia y en las entrañas, un pequeño de tres meses. Estuvieron escondidos en casa de ella por un tiempo y un día, sin dejar rastro, simplemente desaparecieron: “Yo sólo escuchaba la conversación de los adultos y fue así como me enteré que tiempo después, mi tío fue separado de su esposa e hijo, debido a la histeria de su suegro”. Recuerda Victoria, que en esa época tenía solo seis años.
En las siguientes décadas, Pancho Mendoza se pasaría la vida vagando en busca de su esposa e hijo. En una de sus paradas, este dolido andante, conoció a un grupo de músicos en Ayacucho. Ahí, en la “tierra de los muertos”, Pancho aprende a tocar la quena y a la par, conoce las dolencias de los campesinos. Años más tarde, el dolido andante se convierte en un trovador de la explotación agraria, la ignorancia en las montañas y el abuso a los obreros.


Algo se está cocinando
Recitan en el campo: “hemos cambiado a los reyes por dictadores y ellos, a esclavos por nosotros”. A principio del siglo, América del Sur gozaba de las virtudes que adquirió con un nuevo estilo de vida emancipado. No pasó mucho tiempo para que los burgueses encontraran una mejor estrategia opresora contra los más débiles, sus servidores. De ahí que la historia contemporánea de los sureños estaría marcada por longevos dictadores; Chile y Argentina fueron países famosos por este estilo de gobierno, quizá porque la estrategia de sus tiranos era muy parecida a la de Europa, el fascismo. Sin embargo, en medio del disturbio y la parcialidad –y tal vez, gracias a ello –nacieron grandes trovadores que, debido a un pensamiento contrario al feudalismo, estuvieron constantemente amenazados de ser exiliados e incluso, matados.


En 1932 llegó a Santiago una pequeña nativa de la Provincia de San Carlos, se ha instalado en la calle Edison, comuna de la Quinta Normal. Violeta Parra ha decidido que ofrecerá su vida al canto y la prosa. Trabaja con sus hermanos en los boliches de los barrios El Tordo Azul, El Mapocho y El Popular. Allí, interpretan ritmos de diversas nacionalidades, todos, sin embargo, de la profundidad americana. Para el 52, divorciada y con dos hijos, Violeta Parra asume la labor de recopilar todas las prosas y tonadas, propias de su país. Fue quizá su condición la que la impulsó a continuar una labor creativa. En esas andanzas, conoce a diversos poetas, entre ellos, Pablo Neruda y Pablo de Rokha.

Para el final de los cincuenta, Violeta era conocida en Polonia, Francia y la Unión Soviética. En este periodo, se interesa fuertemente por los problemas sociales. En temas como “Yo canto a la diferencia” y “Versos por desengaño”, critica fuertemente la opresión de la burguesía chilena, la desunión entre los pueblos y el nacionalismo como elemento adormecedor: “Les voy a hablar en seguida de un caso muy alarmante. Atención al auditorio que va a tragarse el purgante. El pueblo amando a la patria y tan mal correspondido. La bandera de testigo”.

Entre los años 60 y 65, Violeta Parra reside en Paris y ahí conoce al antropólogo suizo Gilbert Favre, el último amor de su vida. En este período, Violeta se dedica a la pintura, la poesía y la escultura. A su regreso, prepara un proyecto improvisado de instrucción musical: años atrás, anduvo en todos los rincones de Chile, enseñando a tocar el charango, la guitarra y la quena. A través de la música, transmitía coplas y ritmos autóctonos, rescatando siempre el sonido del Sur. Sin embargo, la idea de crear un centro folclórico se desmorona y la sensibilidad de Violeta también. En 1966, Violeta, en un carro de olvido, decide pa`l norte rodar. Ahí encuentra a Favre, con una nueva vida y otra mujer. Al año siguiente, Chabuca Granda le dedica una canción y antes de presentarla, con una prosa, su muerte narró: “Violeta era una señora mayor que yo seis años y se enamoró de un joven de la edad de mi segundo hijo. Cuando este joven suizo, quenista, abandona a Violeta. Violeta que no sabía que un artista está condenado a la soledad, pero teme saber disfrutarla, se fue a Bolivia y en La Paz, se dio un tiro. Dicen… que con su cabeza, quebró su guitarra…”.

Los payadores perseguidos

Al norte de Buenos Aires, en El Campo de la Cruz, un grave murmullo se oye venir. Es el último día del primer mes de 1908, Héctor Chavero ha nacido. Su madre, heredera del mundo ibérico, es vasca. Su padre es nativo de Loreto, una ciudad ubicada en la provincia de Santiago del Estero. Argentino de pura sepa, quechua de corazón.

El autor de las coplas más simples y sin embargo, más profundas, es púdico. Se entrega poco. Su vida está en su obra, suele puntualizar. En sus canciones, la poesía y el sonido se vuelven pareja. La soledad y la protesta, hermanos.

Los primeros años de Héctor fueron vividos en Agustín Roca, un pueblo de su provincia natal. Ahí, su padre trabajaba en el ferrocarril: sus días transcurren entre los asombros y las revelaciones que le brinda la vida rural. “Mi hermano vive en los montes, no conoce una flor. Sudor, malaria y serpientes, la vida del leñador”. A la par, Chavero descubre entre obreros y mineros, el mundo de la música, el canto de los paisanos y el sonido de sus guitarras: “Yo canto por los caminos y cuando estoy en prisión, oigo las voces del pueblo, que cantan mejor que yo”.
Sus estudios no pudieron ser constantes ni completos por diversos motivos: falta de dinero, estudios de otra índole, traslados familiares o giras de concierto del maestro Almirón, pero como él mismo señala, el signo de la andanza estaba impreso en su alma, y ya no habría otro mundo que no fuera ése. “Yo sé que muchos dirán, que peco de atrevimiento, si largo mi pensamiento pa`l rumbo que elegí, pero siempre he sido así, galopiador contra el viento”.
En toda la pampa gaucha se extendía la sombra del crepúsculo y bajo la luz de la luna, los cantos evidenciaban una transformación. Era el indio, el campesino; eran sus manos y la tierra que abandonaban a Héctor, como el joven a la niñez, y se refugiarían desde ese día, hasta el último, en Atahualpa Yupanqui, “el que viene de lejanas tierras, para contar(nos) algo”. Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las cuestiones del amor ausente.

En medio de milongas pausadas, en el tono de DO mayor o MI menor –modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas –Atahualpa Yupanqui cuenta las mil y una historias que recoge a lo largo de su andanza. Le cuenta al mundo la vida de los leñadores, los mineros que nunca han visto el sol, los hacendados –dueños de tierras que no trabajan –la vida en las montañas y la hermosura de la pacha mama. Atahualpa Yupanqui fue el vocero de los silenciados argentinos, víctimas de la dictadura peronista, lanussista y videlista “Que no calle el cantor, porque el silencio, cobarde apaña la maldad que oprime”. Canta firmemente a dúo con Mercedes Sosa, una fiel seguidora y recopiladora de su lírica, mostrándosela al mundo. Sosa vivió exiliada durante la dictadura de Videla.

Se cuenta que las manos de Atahualpa Yupanqui fueron gravemente heridas por un grupo militar de extrema derecha. A la agresión, Yupanqui, en toda su sabiduría, les lanza una respuesta, bautizada como El payador perseguido: “¡Y aunque me quiten la vida o engrillen mi libertad! ¡Y aunque chamusquen quizá mi guitarra en los fogones, han de vivir mis canciones en l`alma de los demás! ¡Tal vez alguno se acuerde que aquí canto un argentino!”. La canción estuvo prohibida en países de régimen dictatorial.
Atahualpa Yupanqui vivió una vida de exilio en Francia. Murió allí, el 23 de mayo de 1992 en una habitación de un hotel en Nimes.

El sol de Illimani

“Si contemplan la pampa y sus rincones, verán las sequedades del silencio, el suelo sin milagro, como el último desierto”.

Fue en el verano del 1980, en el Festival de Ventimiglia, que los Inti Illimani tocaron sin su tradicional uniforme, sus ponchos rojos. Ya en el 73, antes de partir a Europa, buscaban otro vestuario, más fantasioso, eran los años de la experimentación. Pero en el extranjero se vieron forzados a usarlos siempre, pues no querían perder más cosas de su pasado; perder la patria, ya era suficiente.

En el casino de la ex Universidad Técnica del Estado, mejor conocida como “La China”, se oye fuertemente una quena y un charango. “La nueva canción chilena” anima las peñas de los estudiantes. Horacio Durán es el responsable del evento y abastecedor de empanadas y vino. Cada sábado, los jóvenes se juntan para escuchar a sus compañeros y rehacer, entre risas y melodías, la historia sudamericana. Pasaría sólo un año para que un grupo de estudiantes de Ingeniería Química se unieran al dueto de Jorge Coulon y Horacio Duran: en mayo del 67, nació un nuevo grupo: los “sin nombre”.

No pasó mucho tiempo para que los “sin nombre” fuesen invitados por Eulogio Dávalos, un guitarrista boliviano, a un evento que su país natal celebraba por su Independencia. Detrás de La Paz, un imponente guardián los observa, es el monte de Illimani. Dávalos mira con una sonrisa a los muchachos “sin nombre” y les sugiere llamarse Inti Illimani, que en lengua quechua significa “Sol de Illimani”, en memoria a tan bello nevado: “nos gustó y adoptamos ese nombre de manera permanente”, señaló Duran, años después, en una entrevista.

A finales del 67, se incorpora el colegial Horacio Salinas y junto a él, los Inti Illimani parten en una gira internacional. Dedican su viaje a cantar en bares y peñas Mendocinas y de Buenos Aires. También recopilan coplas de Atahualpa Yupanqui y a su regreso, añaden a su repertorio prosas de Violeta Parra. En el período 69 - 71, se dedican a grabar, entre Bolivia y Chile, ejemplares que coleccionan tonadas argentinas, mejicanas, bolivianas, peruanas y chilenas. Durante este tiempo, deciden unirse a la campaña presidencial de Salvador Allende y lanzan un disco que musicalizaría las propuestas de la reforma izquierdista. El álbum se llamó “Canto al Programa”.

Los Tres Barbas

"Venceremos, venceremos
Mil cadenas habrá que romper.
Venceremos, venceremos
la miseria sabremos vencer"

Paralelo a Inti Illimani, muchos cantantes, poetas, filósofos, médicos y otros profesionales se vuelven parte de la efervescencia social. En Chile, tres jóvenes se han juntado para formar un grupo folclórico: es 1965 y Julio Numhauser ha invitado a los hermanos Carrasco, Eduardo y Julio, a hacer historia. El trío, iniciado sin mayores pretensiones, comenzó a tomar forma cuando se bautizaron con una palabra de origen mapuche "Quilapayún (quila=tres, payún=barbas), nombre que los identificaría el resto de su carrera.

Para el 66, los Quilapayún ya tenían un prestigio ganado y se convirtieron un grupo bien estructurado. Guiados por Ángel Parra, su primer director musical, y con la incorporación de Patricio Castillo, los Quilapayún obtendrán su primer galardón en el Primer Festival Nacional del Folklore "Chile Múltiple". A partir de ese momento, se los puede distinguir por sus "calurosos" ponchos de castilla negro.

En el 67, por casualidades de la vida, se encuentran en una peña con Víctor Jara, un personaje crucial en la vida del grupo. Ese mismo año, Jara se hace cargo de la dirección artística y paralelo a ello, se integra el estudiante de Ingeniería Guillermo "Willy" Oddó quien, junto a Quezada, serán las voces que caracterizaría a Quilapayún por muchos años. Con el repertorio armado, los chilenos de las barbas largas se mostrarían al mundo en una gira internacional.

Al año siguiente, Quilapayún es partícipe del nuevo sello de la Jota (Juventudes Comunistas) y en este editan el álbum "Por Vietnam", que se convierte rápidamente en un éxito debido a la fuerte carga ideológica y estética traída consigo. El 69 lo cerraron con varios álbumes a dúo con Víctor Jara. Sin embargo, el año siguiente sería la fecha que cambiaría sus historias y la del mundo.

Santa María de Iquique

En el 1970, el compositor Luis Advis, hace una recopilación histórica del norte chileno. En Iquique, a principios de siglo, un acontecimiento sangriento lastimó fuertemente al pueblo. A partir de ello, el silencio burgués se había evidenciado. Sin embargo, los campesinos, no lo habían olvidado y, sesenta y tres años más tarde, Quilapayún interpretó una cantata que recopiló los hechos vividos en la escuela de Santa María.

La Cantata de Santa María se destaca por dos aspectos muy importantes, uno fuertemente ligado al otro. Primero, el trabajo recopilatorio e informativo de la canción; a lo largo de la pieza musical, se recuerda el fusilamiento de 3600 campesinos –jóvenes, mujeres, niños y ancianos –matados el 21 de diciembre de 1907 por los militares. La antología es evidenciada por las canciones que Advis elige como elemento enfático a la narración. La cantata está distribuida en un pregón, que es la historia narrada, en las canciones que enfatizan los hechos, en el pregón de despedida y en la canción final.

Estéticamente, La Cantata de Santa María es el puente entre las canciones populares y el estilo clásico. Desde el uso diverso que se le da al soporte musical usado (la Cantata dejó de contar historias religiosas, para centrarse en un episodio social – real), hasta la perfecta fusión de instrumentos aparentemente antagónicos. En esta canción, el violoncelo y el bajo han sabido aceptar fraternalmente a los sonidos de la quena y el charango. Ambos aspectos fueron fuertemente sazonados por la reacción que tuvo el pueblo chileno una vez que la escucharon. Es por ello que la censura no tardó en penetrar sus filudas garras.

El golpe del exilio.

Y ahora, el pueblo que se alza en la lucha,
con voz de gigante, gritando adelante:
“El pueblo, unido, jamás será vencido”

Un ideal ha terminado. El martes 11 de septiembre de 1973, el golpe militar de Pinochet pone fin al trabajo social que hasta ese momento realizaba Allende. En el Palacio de Gobierno se encuentra el cadáver del ex presidente. Los Inti Illimani, compuestos hasta ese momento por Max Berrú, Jorge Coulon, los Horacio (Durán y Salinas), Jose Miguel Canes y José Sevez, se encuentran en Roma, en plena gira. Quilapayún, por las mismas razones, estaba en París.
En los próximos años ambos grupos, debido al exilio, se integraron a la cultura del viejo mundo e incorporaron los ritmos mediterráneos en las creaciones futuras. “Era una manera de sobreponerse al dolor del exilio y adoptar, así como Italia los adoptaba, los sonidos propios de su cultura”, dice la introducción del disco Antología de Inti Illimani. Durante esta época, Horacio Salinas compuso El mercado de Testaccio, un tema que narra el día a día del mundo romano. Este tema, nacido en el mercado de verduras, una mañana dominguera, es la fusión máxima de dos culturas que encontraron, a través de los ritmos, ideas y sentimiento similares. El más fuerte, la solidaridad.
A partir de ello, desde Francia, Quilapayún se une al dolor de los chilenos, oprimidos por la fuerte dictadura y es así como, junto a los Inti Illimani, crean cantos liberadores tipo “El Pueblo Unido” y “La Patria Prisionera”, demostrando su identificación e incitando la liberación. Los exiliados del sur no vieron sus tierras hasta fines de los 80. Ése día fue inolvidable: la pesadilla, había acabado.

La prosa de despedida

Es una fría mañana de mayo del 82, Pancho ha regresado a su punto de partida. Se sienta en un barcito de la campiña de Moche y pide unas cervezas para brindar. Sobre el cuello trae colgada su quena y en la mano izquierda, porta un charanguito que hace poco se ha comprado. Toma unos tragos y luego pide permiso para cantar: “¿Aquí se puede?” pregunta al dueño del local y al grupo de señores que están sentados en la otra mesa. Todos asienten con la cabeza y los otros clientes se voltean para escuchar. Pancho recita prosas al ritmo del charango y las acompaña con las melodías de la quena. Habla del sol, la luna y la constante opresión que sufren los campesinos bajo estos astros. Los tiempos son difíciles, la sierra y selva están siendo despiadadamente abatidas por militares y terroristas; en Putis, un pueblo cercano a Ayacucho, ciento veinte civiles –hombres, mujeres previamente violadas y niños de hasta dos años –han sido brutalmente acribillados por los militares. Pancho lo cuenta todo. Los aldeanos no saben su destinto, tal vez un día serán ametrallados o degollados; no entienden nada, pues nunca se los ha tomado en cuenta. Los señores de la cantina salen antes de que Pancho termine de cantar, el dueño se mantiene distante. Terminada la canción, el trovador se lanza un último y largo trago de cerveza, y se retira. Nunca más se lo volvió a ver. Años después, la hermana de Pancho visita a los padres de Victoria, está vez, es incluida en la conversación. La razón de la visita, recuerda, era para contarles que habían encontrado el cadáver de Pancho en algún pueblo de la sierra, muy cerca a Ayacucho. Sobre este hecho, miles de especulaciones han rondado. Incluso, se dice que fue asesinado en una grave confusión: lo creyeron un miembro terrorista y lo silenciaron.

Ustedes que ya leyeron, la historia que se contó,
no sigan allí sentados, pensando que ya pasó.
No basta sólo el recuerdo, la prosa no bastará,
no basta sólo el lamento, miremos la realidad.
(Adaptación de la Cantata de Sta. María)

lunes, 15 de diciembre de 2008

La nube de mis recuerdos


Parte I
Las once y media…. ¡Mierda…! estoy encerrado y no sé cómo salir. He agotado todas las excusas para evadir al payaso que tengo en frente y poder escapar de su horrendo acto. Dos horas de estar metido en esta clase, el mismo tiempo que tengo sin poder aspirar la colilla de un pucho. Me es imposible faltar una vez más, pues he colmado la tolerancia del profesor y del sistema que me fiscaliza.
En clase, el tema de hoy es el manejo de conflictos en una empresa: el pedagogo ha repetido tres veces lo dañino que pueden ser los sindicatos para el crecimiento empresarial y yo mientras tanto, almaceno el dulce olor de un cigarro fresco.
Mi cerebro no se encuentra en clase, en realidad no se encuentra en este mundo. Últimamente, y ya que no puedo hacerlo en el mundo real, he optado por viajar a otro ambiente, en otro época y otro lugar, debido a que, de un tiempo a esta parte, mi mundo real se ha vuelto un poco aburrido.
No es que esté de acuerdo que en un tiempo pasado las cosas eran mejor. Nunca podría. Sin embargo, hoy en día, pienso que mi generación está enfrascada en sus propios asuntos, sin ningún interés en querer compartirlos.

Mis dedos se frotan entre si, necesito un cigarrillo. Reviso el bolsillo de mi camisa y aún está la arrugada cajetilla Premier, quedan sólo tres. Froto suavemente el índice en mi nariz y puedo olfatear la evidencia de haber realizado el vicio tiempo atrás. ¡Qué complicadas resultan las horas cuando son largas y lentas!.
A veces creo, con mucha certeza, que el aburrimiento logra dilatar el tiempoy el placer, que comprimirlo. En quince minutos seré libre. Cogeré mi encendedor de fibra azul y haré girar la rueda. Una llama arropada con las palmas de mis manos, encenderá la tierna agonía de ese blanco tubo, relleno de vida, fortaleza y ánimo. Mientras el cigarro muera, yo, de sus cenizas, renaceré.

Cuando terminó la clase, sentí que después de mucho tiempo, mis pensamientos coincidían con mi cuerpo. Mientras me dirigía al umbral que separa el infierno de la gloria, preparaba un Premier dándole pequeños golpes contra mi dedo pulgar; años atrás, aprendí en la escuela, gracias a mi profesor Enrique, experto en filosofía y los cigarros Camel, que golpeando los cigarrillos comprimes más su contenido aprovechándolo mejor.

El profesor Enrique era todo un personaje. Recuerdo que en mi escuela, de buenos valores como todo oficio cristiano, era inadmisible ver fumar a cualquier docente, pues eso, además de verse y, según la directora, oler mal, generaba una contradicción entre lo que la escuela predicaba y lo que él ejecutaba. Por lo tanto, el viejo profesor salía de rato en rato a la calle para poder fumar.
Cuando regresaba, satisfecho de haber saciado su placentero vicio, un mortífero ataque biliar, debido al descarrilado desorden que generábamos sus alborotados alumnos, lo hacía olvidar que segundos antes, había estado en un total relajo. Su maltratada voz se hacía escuchar por toda la escuela.
Él y yo conversábamos muy poco, tenía su grupo de preferidos, integrado por otros y, en especial, otras; recuerdo que siempre terminaba discutiendo con ellas debido a la insatisfacción que él le producía con sus predicciones: luego de revisar las palmas de las manos, mirarlas a los ojos y haber hecho ciertas preguntas, daba unos cuantos pasos, cruzaba los brazos y mientras agitaba su mano derecha, daba un remate para lanzar el veredicto.

Pese a no haber sido parte del círculo amistoso del profesor Enrique, siempre sentí que había cierto cariño, un sutil interés paternal. Lo comprobé el último día de clases, cuando al despedirme con un fuerte abrazo, me dijo que me cuidara y nunca dejara que me obliguen a ser alguien quien no quiero ser.
No lo volví a ver desde aquel día y, la única vez que me dio cierta nostalgia escolar, regresé por donde me había ido y pregunté por él. En la escuela, me dijeron que ya no trabajaba e que incluso, que había viajado a Italia sin siquiera haber dicho “arrivedeci”. No me pareció extraño, pues en los años que fue mi maestro, pese a andar rodeado de alumnos, supuse que era un hombre solitario.

Mi primer cigarrillo lo fumé hace seis años, cuando tenía quince. Nunca olvidaré esa noche –aunque quizá no recuerde la fecha –pues ese día había confirmado, supuestamente, mi fe a dios.
Recuerdo que luego de la ceremonia religiosa, un grupo de amigos nos habíamos encontrado en una bodega, todos ellos, con un Lucky Light en la mano o en la boca. Hasta ese momento me pareció extraña e incluso repulsiva la acción de fumar, ya que aún no comprendía y sobre todo, no disfrutaba, el placer de hacerlo.
A cierta hora de la noche, curioso por entender esta acción colectiva, le pedí a una amiga que me enseñara, sólo por probar, cómo es que se realiza dicho acto. Ésa noche probé mi primer cigarrillo, y meses después, fui adiestrándome más y mejor. Para fin de año, y ya que en esa época aún desconocía las fuertes crisis económicas que traía el estudio, contaba semanalmente con mi pequeña cajetilla de Lucky Light, como el resto de mis contemporáneos.

Ése año fue la apertura a nuevos placeres, que tiempo más tarde, se volvieron un vicio. Aprendí a fumar, a tomar, a emborracharme hasta el punto de mandar al carajo y botar a mi amigo de su propia casa –al día siguiente disculpó mi insolencia, aunque no mi desorden –a vagar por largas horas sabiendo que tenía examen al día siguiente, a decir no porque simplemente me daba la gana de dar la contra, a sentirme rebelde desde el punto de vista más estúpido y promocionado.
Descubrí también, casualmente, la belleza de la anatomía femenina y exploré el punto máximo de la creatividad de mis padres en sus sermones y castigos. Durante ésa larga docena de meses, copié el estilo del cangrejo y sólo podía andar hacía atrás. Recibí cachetadas, reproches, amenazas y castigos. Sin embargo, el más fuerte creo que fue el último de ese año.
Días previos a la navidad, había sido castigado por batir el record de cursos desaprobados y me negaron el permiso para salir, ¡qué raro!, a vagar. Esa noche, aburrido y de malhumor, decidí encender un cigarrillo con el propósito de matar mis penas en cada pitada.
Torpemente, debido a la ira y la imprudencia, olvidé completamente que el humo se podía filtrar por debajo de la puerta de mi habitación. Lo siguiente que pasó, luego de apagar los residuos y botar la colilla, fue que entraron mis padres y mi mamá me dio la paliza más fuerte que hasta ese momento había recibido. Horas más tarde, tras una larga charla, me confesó que la causa de su histeria no fue la acción de haber fumado, sino la de haber negado.

Parte II
Siempre, a lo largo de mi corta vida, he tenido una estrecha relación con el cigarro.
Mis padres, jóvenes para semejante responsabilidad, aprovechaban las noches para poder juntarse con sus amigos y relajarse un poco de su ya atareado día. En estas reuniones, tanto mis padres, como sus amigos, creaban una alucinante neblina gris sobre la pequeña sala de nuestro apartamento y dejaban, incluso horas después de haberse ido, el delicioso aroma que evidenciaba, de manera tácita, la diversión, las risas y el vacilón que habían gozado horas antes.

Los recuerdos que tengo de los años de mi niñez y gran parte de mi adolescencia, están decorados por varios cigarrillos fumados especialmente, por mi madre, fumadora de vocación.
Sin embargo y debido a la insoportable asma, mi mamá evitaba fumar cuando yo estaba con ella. Es por ello que durante la tarde, en especial a las seis, evitaba estar en su cuarto, y por las noches, cuando llegaba mi papá y los amigos de ambos, a punta de pleitos, lograba colarme en sus reuniones.
Pese a ser una gran fumadora, un día mi mamá dejó de el vil acto. Actualmente, alega al gran daño que le hacía, descubierto por el fuerte bombardeo de correos electrónicos que, de la noche a la mañana, recibió. En su reemplazo y con los pulmones ansiosos de ser dañados, entré yo al opaco mundo del cigarrillo.

En los años siguientes a mi adolescencia, aprendí, a punta de catastróficos errores, a manejar mejor mi actitud de rebeldía, entendí que la acción de aprender tal vez no era tan mala, quizá hasta podía ser deliciosa; descubrí nuevos placeres –como el debate –y me reencontré con viejos pasatiempos, como el dibujo.
Durante la metamorfosis, fui puliendo mi talento de fumador. Descubrí nuevas marcas y supe usarlas según las fechas: si era quince o treinta, Marlboro rojo con una Coca Cola helada era la opción. Si era 10 o 20 Premier, si era 12 o 14 Hamilton y si era 28 o 29, sin duda alguna, Caribe era el compañero.
Dentro de la universidad, descubrí personajes que me inspiraron fuertemente al vicio del fumo. En la historia, pensadores, cineastas y revolucionarios me hicieron creer que tal vez, si adquiría el vicio de fumar, estaría un poco más cerca de ser como ellos. En la vida diaria mi profesora de humanidades, la culpable de haber conocido a estos señores.
Aprendí también, que el cigarrillo puede ser un medio para realizar nuevas amistades. En estos últimos meses era impensable poder comenzar una reunión con gente La Nacional sin varios cigarrillos de por medio. Hicimos proyectos como un programa de radio. Teníamos la intensión de recopilar, a través de este medio, idealistas como nosotros con la esperanza de hacer un fuerte cambio a nuestra realidad.
Durante la emoción que produjo la gestación de este proyecto, la paciencia de realizarlo y la tristeza de abandonarlo, docenas de Caribes pasaron por mis labios y es que, ya fuera primero o diecisiete, vivía, en este momento, un periodo de quiebra total.
Parte III
En mis primeros años universitarios, había escuchado mucho de la popular marca de cigarrillos Inka. Esta marca, barata y además considerada mucho más fuerte que el Marlboro rojo, se caracterizaba por ser fumada por los verdaderos profesionales del oficio, los viejos, los pobres o los que tenían las tres cualidades.
No fue hasta el verano pasado que me consideré digno de fumar aquellos cigarrillos y fue entonces cuando descubrí que su fama, no era tan buena después de todo. Cuando pregunté a mi devota vendedora si tenía Inkas, me miró con unos ojos semejantes a los huevos fritos y me dijo serenamente que “eso” no vendía.
Similares respuestas recibí en mí tormentoso propósito de encontrarlos. No fue entonces hasta que me encontré con Laysa, un viejo amigo que luego de haberme ayudado a recopilar información para una crónica, le comenté, como quien confiesa al cura sus pecados, que estaba ansioso por encontrar, al menos, un par de cigarrillos de aquella vetada marca.

El cuarentón sonrió con la mitad del lado izquierdo de su labio, haciendo relucir su dorado diente, y luego de darme la opción de elegir si quería con o sin filtro, me dijo que en un par de días tendría una cajetilla enterita para podérmela llevar a Huaraz.
Tal y como lo prometió, la tarde previa a mi viaje, Layza me llamó para fijar un lugar de encuentro y entregarme la mercancía. A las 5 y treinta y como testigo, el sol agonizante, pude sentir entre mis manos, la frágil cajetilla blanca que envolvía el paquete de aquellos deliciosos cigarrillos.

Durante mi corta estadía en Huaraz, puede disfrutar en placentero contraste entre la pureza del aire andino y la satisfacción del humo interno. La sensación fue tan mística, que mientras observaba la laguna de Querococha, a 3980 metros de mi ciudad natal, el bus que me transportaba tenía la vil intensión de zarpar y dejarme abandonado en el camino. Cuando al fin tuve consciencia de la situación, o sea una vez consumido el cigarrillo, tuve que agitar el paso y correr lo que jamás, en mi haragana vida, había corrido; sólo así pude alcanzar al pendenciero conductor: en los días siguientes, tomé muchísima precaución para no perderme en mi aislante vicio y ser nuevamente abandonado por el grupo.

Parte Final
Han acabado las tres insoportables horas de condena al sindicato laboral. He cruzado el umbral y sólo pienso en fumar. Intento buscar una esquina, pues siempre los ceniceros están ahí. Al intentar encontrar uno, descubro que todos han sido eliminados.
Repentinamente, las paredes se vuelven mucho más altas y los caminos, estrechos y largos. Miro a mi alrededor y nadie fuma. No veo más mi profesora de humanidades ni los compañeros cómplices en las artes.
Hay silencio y la gente perdió el rostro, todos son iguales. La masa se dirige en una sola dirección e intento averiguar porqué. Cuando llego al lugar en el que están concentrados, descubro que los jóvenes miran deslumbrados y con la baba chorreada un cartel de cinco metros que enfatiza con enormes letras azules una extraña ley prohibicionista del cigarro: “el Decreto Supremo 015-2008-SA y la ley es Ley Nº 28705, Ley General para la Prevención y Control de los Riesgos del Consumo del Tabaco, ha declarado que está prohibido fumar en lugares públicos, abiertos o cerrados, que fomenten la educación y la salud. Respetemos la salud de los otros”.
¿Respetar? ¿Y quién respeta el voluntario deseo de opacar mis pulmones y aclarar mi mente? ¿Qué saben ellos de la frialdad que se produce en el pecho cuando ingresa el humo, o de la delicia que genera la dilatación de las pupilas, o el sabroso gusto de disfrutar la amargura en la lengua una vez terminado el pucho? ¿Cómo piensan entender y seguir los ideales y la genialidad de Sastre, Beauvoir, el Che, From, Fidel, Eco, Fellini, Marcuse, Buñuel, Dalí, Kalho y cuanto grande genio fumador haya existido, si al ver si quiera su foto se espantarán con la evidencia que acusa su bajeza fumadora?

El desconcierto invade mi ser, creo que el umbral me ha transportado a otra galaxia. A una en la que quizá, Don Juan de Moliere e incluso, el mismo Aristóteles, hubieran condenado a muerte a estos muchachos. Una realidad en la que Thomas Mann habría muerto de aburrimiento o quizá de espanto, un hecho en el que me hace creer, al igual que los romanos en tiempos de crisis, que el único medio de evasión es arrancarse las venas y dejar fluir el torrente sanguíneo hasta dejar seco el interior.
Porque es seco como me siento ahora, porque es seco como veo el mundo, porque es alarmante el clima y al igual que la niebla generada por el humo, siento que inevitablemente, el espíritu de mis contemporáneos se evapora en un momento de tácita turbación.

Viejos recuerdos, nuevas vivencias



Sentimiento surrealista y el recuerdo de una vieja alianza fascista – nazi son el resultado de este extraño recorrido. El colegio militar Gran Mariscal Ramón Castilla, alberga el fanatismo nacionalista. Llena de contradicciones, esta narración es la consecuencia de una mañana reclutada.

Las cinco de la mañana. La oscuridad aún es dueña del ambiente. Disfruta sus últimas horas como emperatriz gélida y es aliada de la neblina, el silencio y la tranquilidad; combinación perfecta para esta aventura. La travesía próxima a realizar, tendrá como escenario, o quizá como víctima, el semillero de los futuros guerreros, el formador de los espartanos nacionales: el Colegio Militar, Gran Mariscal Ramón Castilla. Esta escuela, que reinventa constantemente sus valores –hoy en día, disciplina, moralidad y trabajo –forma a jóvenes románticos desde hace cuarenta y cuatro años. Dirigida por el Coronel Raúl Rodolfo Novoa Gutiérrez, la metodología y decoración del Ramón Castilla, en pos de la insoportable nostalgia, ha decidido retomar sus raíces y revivir las estrategias educativas de antaño.

La luz parece vencer tenuemente a la reina penumbra. Sin embargo, sus rezagos de frialdad aún dominan el ambiente. Parece que la naturaleza nos regalará un día extremadamente nublado. La labor de los jóvenes cadetes comienza a las cinco y media de la mañana. Tras una ensordecedora corneta, los jóvenes se preparan y preparan sus habitaciones en menos de quince minutos. Si por ahí hay alguno que pretende vencer el tiempo, tiene permiso de prepararse antes de que el ruidoso instrumento lo indique. Por el contrario, si es pegado a las sábanas, entonces disfrutará de manera enfermiza los cinco o diez minutos de sueño.

Los cadetes cuentan con dos uniformes. El formal, usado los lunes, miércoles y viernes y el de camuflaje, usado martes, jueves y sábados. El primero consta de un par de pantalones azul marino, saco blanco, camisa del mismo color y una gorra del color de los pantalones. El segundo dispone de dos modelos: algunas veces camisa y pantalones de color verde, negro y marrón oscuro y otras, un modelo con colores amarillo, crema, blanco y marrón claro. El uso es según el campo de práctica: boscoso o desértico.

Debido a las limitaciones de una vida en reclusión, los cadetes están obligados a aceptar el placer de la homogeneidad: piensan y actúan de igual forma, todos juntos, sin razonar. Prueba de ello es la cuadra, el salón que acoge a los jóvenes y sus pertenencias. Conocida en el mundo civil como “mi habitación”, la cuadra, para los militares, es un cuarto compartido por diez jóvenes. Cuenta con una cama y un casillero por persona. Todos de color crema para hacer un perfecto contraste entre el color celeste de las paredes y el gris metálico de los helados pisos. Prohibido, obviamente, arruinar con algún criterio de decoración. A diferencia de los libertinos adolescentes que pueden –y deben, según ellos –nadar sobre su basura personal, los jóvenes cadetes están limitados a mantener la pulcritud de sus cuartos; de lo contrario, a diferencia de un grito o una súplica maternal, estarán condenados a perder sus placeres más deseados: la libertad o el sueño.

Llegada la noche, aproximadamente a las once, los jóvenes están sometidos a una nueva labor: el servicio de imaginaria. Esta tarea consiste en vigilar por tres horas el sueño de los compañeros; así, los muchachos estarán preparados para tiempos de guerra, tendrán el carácter formado y posiblemente aceptarán más relajados el desorden de horarios que exige la universidad. Claro que, debe ser abrumador acostarse a las 11pm, hacer vigilancia a la una y volverse a dormir a las tres. Pero, son bonos del oficio.

Es las seis y diez, los jóvenes están en el comedor para desayunar: avena, leche, jugo de frutas y panes. Cada uno consume diversas opciones; elegidas, sin embargo, por un superior. El comedor, un cuarto simple con mesas y sillas grupales, se encuentra a la derecha de la escuela. En él, se ubica a los jóvenes según su cuadra. Los muchachos brigadieres, elegidos por su edad –los mayores –y su excelente coeficiente físico - mental comen aislados del resto, marcando así la diferencia y recalcando su autoridad a través de pequeños, pero significativos, privilegios. El día de hoy, los futuros defensores de la nación están de camuflaje. Su tarde será distinta a la de un adolescente común.

Las cuadras están asignadas a jóvenes de la misma edad y del mismo sexo. Actualmente, los hombres están completamente alejados de las mujeres. Esta decisión es tomada por el director de turno. Al parecer, está convencido que es mejor mantener completamente aislados a los jóvenes de diversos sexos, para poder tener así mayor control sobre sus acciones y para que los muchachos no sean pillados con las muchachas en situaciones impulsadas por un desequilibrio hormonal. Los grados de estudio, a pesar de abrazar las efímeras estrategias civiles, mantienen vivas las típicas costumbres militares. Una de ellas, los distintivos de promoción. Cada grado tiene un color diverso: los de quinto el color rojo, los de cuarto el verde y, celeste para los de tercero.

Los muchachos, siempre en pos de la disciplina y el orden, son asechados por un curioso personaje: el Coronel Guerrero, que hace un varios años ha colgado sus medallas y cambió el clásico uniforme barroco, por un liviano buzo negro –parte de otra mortaja –. Noblemente, custodia a los retoños para detectar a cualquier descarrilado del cadete ideal. Si acaso algún hozado se atreviera a no saludar o a hablar cuando no se debe, o sea, casi siempre, estaría condenado a un castigo de docenas de planchas o de caminatas kilométricas. Aquí no funcionan los reglazos y menos el rincón. Aquí las cosas van en serio. Los jóvenes son preparados y mentalizados constantemente para ser carne de cañón. Tienen tan marcado ese concepto que, incluso, debido a las constantes instrucciones, con dieciocho años pueden ser hombres para la guerra y para matar. Aunque quizá, en el mundo real, sean sólo niños para un trago en algún bar.

Para un cadete la vida es difícil. El día a día está lleno de retos, normas y exigencias. Sin embargo, hay un periodo en el que los muchachos son llevados al límite. Ahí, seguramente, eliminan cualquier rezago de niñez, engreimiento o diferencias. En la “Marcha de Campaña”, todos son iguales y entre todos se ayudan. Someterse crudamente a la naturaleza, obliga a los cadetes a la cooperación conjunta y al máximo desarrollo de sus habilidades de sobrevivencia. Dentro de este campamento, además del trabajo en equipo, estos guerreros son preparados para la guerra: estrategias de ataque, instrucción de manejo artillero y sobrevivencia para situaciones de captura son las dosis adormecedoras que brinda el campamento para motivar fuertemente a los jóvenes.

Han pasado tres horas desde nuestra llegada. Los alumnos, respetando siempre la idea de mando, se dirigen a sus aulas. Corean espantosos lemas patriotas, interiorizan el placer del fanatismo nacionalista y aceptan este método de comunicación para romper por un instante el silencio que los obliga a vivir aislados entre sí. No tienen otra opción, nunca la tienen. No pueden, ni deben, pensar por sí mismos. No existe para ellos el arte, la filosofía ni la política –es suficiente saber que Chile es nuestro peor enemigo –. Los jóvenes están llenos de vitalidad y amor que dejarán como ofrenda a la patria, ya que están prohibidos de compartirlos entre ellos. Sin embargo, olvidan que para amar algo hay conocerlo previamente e involucrase bien. Los alumnos, cuando ya aprendan la lección, irán a la guerra sin tener claro los intereses políticos que hay de por medio. Sin saber por qué se hace una guerra ni a qué o a quienes defienden. Marcharán cada 28 de julio y repetirán, amordazados, lemas y cantos románticos. Lo harán tantas veces que tendrán el pecho inflado como un pavo; siempre listos para ser cocinados.

La reunión termina, la guía por fin confiesa llamarse Lusvenia Vergara, el frío sigue siendo un fiel compañero y atrás quedan los defensores de nuestra patria. Lugar de santos y héroes, artistas y navegantes, pisco y no agua ardiente, ceviche y marinera, Inca Kola y E- Wong. ¡Viva el Perú, carajo!

domingo, 12 de octubre de 2008

Bizarro Circo


La mañana del miércoles, José despertó para ir al colegio. Desde su ventana, algunos rayos solares, propios de la primavera, se han asomado hasta su cama. Se levanta y se asea con rapidez, pues pronto las siete serán. Ya con su uniforme blanquigris, toma rápidamente una contundente taza de leche con avena y se atraganta dos panes con mantequilla. Alarga el paso para poder coincidir con la parada del micro, el mismo que lo dejará dos cuadras antes de su colegio. Al doblar en la esquina de la calle San Salvador, su calle, se queda pasmado tras descubrir que, sobre el abandonado arenal, un enorme collage de coloridas lonas crean una carpa: el circo Royal, de la nada, ha aparecido.

Es la primavera del 97. José Teran tiene doce años y está en sexto grado de primaria. Al medio día, regresa a casa luego de terminar su jornada estudiantil, vive en la Esperanza. En medio del camino, un enorme parlante, que es transportado sobre un tico amarillo, se cruza con él mientras chilla un extravagante anuncio: “El gran circo, vengan a ver el gran circo. Estará el burro que sabe contar, la niña que se puede doblar, los payasos que no saben bailar…” José, inquieto, ansía el fin de semana. Los días siguientes, aún sacrificando su lonchera, ahorra el sol cincuenta que se necesita para poder entrar.

A las veintidós horas del sábado, el circo Royal anuncia, a través de un pitazo, su primera y única función de la noche. José está ansioso y se encuentra con dos de sus amigos, Carlos y Luís. A las veintitrés, con sólo quince personas, el grupo circense anuncia el inicio de su espectáculo, deteniendo la vieja cinta del cantante español Raphael. Para José, el coro de “Mi gran noche” (…qué pasará, qué misterios habrá, puede ser mi gran noche…) es un preámbulo a lo que va a ocurrir. Sobre el pequeño escenario, que tiene como suelo el pampón, aparece un descolorido payaso que a su vez, es domador de perros. Sus pequeños y lampiños chiguagüeños, tras las órdenes, hacen salerosas monadas que entretiene al inquieto público. Luego del espectáculo –caminatas a dos patas, saltos sobre bancos y sillas, y algunos ladridos –los lánguidos cuadrúpedos se esconden detrás del telón para dejar a su amo el escenario libre.

Si en cualquier circo los payasos valen a los cortes comerciales de la televisión, en el circo Royal –único en su especie – estos corresponderían a la telenovela de las siete; y ya que el circo se caracteriza por la improvisación, acá, la fuente de los chistes es la propia instalación. “Para mi siguiente acto –dice un payaso cuarentón y regordete –voy a necesitar la participación de un niño… varón”. Un escuálido mocoso es jaloneado por el pintarrajeado viejo y empujado por su madre, otra vieja regordeta. El payaso interroga al muchacho para tomarle el pelo. Ventajosamente, el niño es lento y retraído, por lo que es fácil encontrar chistes que tienen una estructura humillante. Luego de haber burlado la torpeza del mocoso, cuyo nombre es Jeison, el colorido adefesio toquetea a su antojo al enclenque con el pretexto de encontrar, según él, su pito; Jaison se anima a reír contagiado por la risa del público y además, por las cosmiquillas que siente en la entrepierna. Terminado el acto, el payaso Richi hace una ridícula venia, le da la mano al muchacho y, con la misma, despeina su cabellera y le indica, con una palmada en trasero, que puede irse. Su madre se pone de pié, está orgullosa: su pequeño crío ha sido toda una estrella.

El mejor acto, al criterio de José, está por comenzar. Una chiquilla mulata y de traje de baño anaranjado, realiza, al ritmo de Una fan enamorada (versión balada), trucos gimnastas. Para este acto, la muchacha ha instalado con un tablón de madera y una dorada mesa, su pequeño escenario. El público, alborotado por semejante show, lanza silbidos y besos a manera felicitación. Terminada la canción, la curiosa adolescente efectúa una sensual venia y lanza besos mientras intenta desaparecer entre el telón.

Para cerrar con broche de oro, el payaso Richi presenta a su discípulo, el payasito Tripita. Este comediante, flaco y largo, utiliza a toda la gente para debutar su acto. Hace ridículas comparaciones, acentuando la fealdad, gordura, flacura y defectos de los no muy voluntarios, pero jocosos, participantes; jalonea y husmea un par de caballeras infantiles, piropea una que otra muchachita y para cerrar su acto, busca un pretexto para hacer de marica y lograr piropos de lo novios.

La función ha terminado, ha durado una hora. José siente que ha estado en un mundo onírico. Los actores, actrices y animales salen para recibir aplausos. Luís, amigo de José, ha quedado deslumbrado con el burro que sabe sumar: no entiende cómo lo ha logrado.

Diez años después, José, informado por una deslumbrante publicidad televisiva, volverá al circo. Se anima a pagar tres soles, pues ya dejó de ser niño hace mucho. El espectáculo será el mismo, aunque quizá haya perdido un poco su magia. El circo Royal se ha modernizado. Ahora, para crear intriga entre los espectadores, han cambiado al viejo y afeminado Raphael por un moderno Reggeaton. Los chiguaguas son otros, los anteriores se perdieron; los payasos están más viejos y jorobados y, la tierna gimnasta, está menos flexible. José intenta pensar que la magia se ha escapado de él, que es la adultez lo que lo hace tan crítico, que quizá, los abrumadores problemas lo impiden imaginar. Intenta darse otra oportunidad. Al ser anunciado el burro que sabe contar, sus opacos ojos se vuelven brillosos y se llena de ansiedad. Esta vez, el público le preguntará las operaciones matemáticas. Pocos segundos después, sin embargo, se encuentra en medio del escenario un tipo disfrazado de la marketeada bestia. José cree que hay una equivocación. Trata de fomentar una protesta, pero es frenado al ver que el convencido público, lanza al embustero primitivos ejercicios matemáticos. El seudo burro, en algunos ejercicios se equivoca; tal vez, después de todo, no ha sido muy grande la estafa.

El espectáculo ha terminado y José es el único en la tribuna. Se dirige lentamente hacia la salida, está pensativo, intenta asimilar la repentina y dura decepción. Ya afuera y a un lado del circo, unos trapos recién tendidos le llaman la atención. Trata averiguar qué es. Estos se mueven. Se acerca lentamente y al jalar el más grande, descubre que un tipo besa desesperadamente a la no tan tierna gimnasta. Él ha manchado su rostro con lápiz labial. Tiene sus párpados salpicados por el delineador, mira de reojo al inoportuno muchacho. José, ha quedado impresionado. Ha entendido, de la forma más cruda, que su fantástico sueño, siempre fue un circo bizarro.
Publicado en Día30

sábado, 9 de agosto de 2008

De piques y pesadillas

Las madrugadas en el Golf tienen un no sé qué de ruidos y luces de neón… ¿entiendes? Sales caminando desde la bodega Wilson mientras enciendes un Lucky Light, como siempre. De pronto, desde una ventana, aparece ella. Es la sombra tenue de lo que alguna vez fue. Su cabeza es un plato de spaghetti, las flores amarillas de su vestido están como pegadas a su piel, sus dientes dejaron de ser de marfil y se volvieron de oro de catorce. Ahora, sólo una luz amarilla la acompaña hasta llegarla a aturdir. Te parece graciosa, pero más gracioso eres tú, pues tienes incrustado un arroz con mango en el coco. Afuera, en la gran avenida y a la mitad de tu cigarrillo, llegas a la cuadra seis, das una última pitada y desde la sombra, a tus espaldas, emergen ellos ultraveloces.

Yamaha es el nombre de sus muñecas, uno de sus muchos juguetes nocturnos. Estas princesas, tras largas y frías noches, han atrofiado sus tiernas voces y las han convertido en larguísimos y roncos baladros. Todas las noches, sus dueños, el “Chino” y Alfonso, las sacan a respirar. La vitalidad de sus veinte años los vuelve todopoderosos, inalcanzables. Dan la señal y ronronean sus damas. Al escucharlas, la señora Juana, desde el interior de su cuarto iluminado, se perturba precipitadamente; parece que las venas de sus manos van reventar. Su pálida y arrugada piel se vuelve roja y algunas gotas de sudor enfrían penosamente su caldeada tez. Sólo unas pepitas blancas encarceladas en un frasco anaranjado la pueden calmar. Se traga dos y la doña vuelve a su moribunda languidez.

La señora Juana del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar carga setenta y dos inviernos sobre su espalda. Le resultan pesados y agobiantes. En el más largo que le ha tocado vivir, cuenta con una compañera cotidiana e indeseable: la hipertensión. Afuera, en la calle, la bulla se ha detenido… por ahora. Las alarmas de los carros, débiles ante la presencia de estos caballeros, recobran la compostura y vuelven a su silenciosa guardia. La señora Juana se siente inquieta y sale a pasear. Sobre un murciélago atraviesa las calles de Trujillo: las pistas húmedas y silenciosas de California, el parque grande y enmarañado –seco por la estación –y la César Vallejo que parece saqueada. Voltea para responderle a la voluptuosa sirena, pues algo le ha murmurado. Continúa por toda la avenida Larco hasta llegar al grifo del óvalo. Víctor Raúl ha quedado en penumbras. En el grifo, una terrible canción lanza abiertamente un sentimiento de amargura: “¡Ojala que te mueras!” repite el cantante descorazonado. Los muchachos que están ahí se divierten con el desencanto del trovador, lanzado por el moderno stereo de uno de sus autos. Doña Juanita vuelve a lo suyo: el paseo sobre el murciélago.

Al doblar a la izquierda y luego seguir de frente, la señora Juana se topa con la imponente Cruz Papal. Le pide al murciélago, como Dante al alado Minos, que la deposite sobre esa fría estructura, en la parte superior del estribo. Observa que abajo, en la pista, hay movimiento y quiere saber qué pasa allí. Doña Juana, pese a tener problemas para distinguir las cosas, percibe perfectamente los rostros de los muchachos. En la pista, varios jovencitos se han reunido por ser jueves, aunque a estas horas, más que jueves parece viernes. Juana escucha un estridente ronroneo a los lejos, piensa que otra vez son ellos. La sangre vuelve a agolparse en su cuerpo. Sin embargo, no son esos despiadados motociclistas; esta vez, el sonido es expelido por un Toyota Tercel y un Honda Civic.

Christian Ortecho y Alberto Martin Beuermann son los dueños de los carros. El de Christian es pequeño, de color guinda y con un stereo simple. El otro es un Samurai Murciélago, mantiene los 150 Km. tranquilamente…¡todo un fierrazo! Un tacómetro sicodélico marca las revoluciones del motor en el momento en que su dueño presiona delicadamente el acelerador, cuya forma semeja una llamarada.

Doña Juanita está deslumbrada. Suelta sus largas trenzas como si fuera una moderna Rapunzel y aterriza. Hay cuarenta personas en toda la avenida, tienen la piel erizada y parecen brillar en la oscuridad. Están alertas, temen que la guardia blanca les malogre la performance. La anciana se acerca tímidamente al corrillo de muchachos y observa la pista de combate. Una joven de jeans apretados y polo con tiritas es la starter. En medio del Honda Civic y del Toyota Tercel, alza la mano y ellos pisan el acelerador. Ambos carros parten hacia el horizonte. Doña Juana nunca vio semejante show.

Pasada la emoción, la señora Juana intenta hablar con uno de los corredores. Se abre paso entre la multitud y logra llamar la atención de uno de estos neoídolos. Francisco Grüner, dueño de un “batimovil” Toyota Supra de finales de los 90, tiene 21 años y además de los carros, siente fascinación por bucear. La anciana, curiosa por conocerlos, le pregunta qué exigencias demanda ser un piquetista.

“Para serlo –le responde Francisco a la anciana –el requisito, es tener un auto y sentir intensamente el vértigo del fierro. Momentos antes, por cierto, nos reunimos para tomar unas chelitas y definir las condiciones del pique”. La señora Juana ahora sabe dónde y por qué veía un destello amarillo mientras sobrevolaba en el lomo del murciélago.

El pique ha terminado. La rapidez y la furia se han fusionado en una ilusión supersport. Christian, en su pequeño Toyota guinda, ha ganado. Está eufórico y jocoso. Emocionado, abraza a doña Juanita. Ella sonríe nerviosamente y no sabe qué hacer, está cargada de un cúmulo de emociones. Ha descubierto la extraña pasión de estos muchachos por los autos y los piques. Christian le comenta que esta noche hay más gente porque lo hacen de manera ilegal. “Cuando son legales –le informa –los hacemos en el Parque Industrial, pero nadie nos da bola. Hace unos días organizamos piques legales y sólo fueron 10. A los peruanos nos gusta la informalidad, no queremos ser derechos”.

Mientras conversan, Alberto, conocido como Lolo, se acerca a Christian para felicitarlo, pues en los piques no hay rencor. Entre risas y chelas, a doña Juanita se le escapa un pensamiento que los muchachos logran leer. Dentro del globo blanco, una pregunta, resaltada en negrita, pone en duda el espíritu aventurero de estos muchachos. Doña Juana quiere saber por qué estos corredores nocturnos nunca se han aventurado a correr sobre las carreteras. Lolo, que ha leído el pensamiento, le dice que eso es muy arriesgado y peligroso, que pese a ser un hobbie de irresponsables, tratan de mantener sus precauciones. La señora Juana del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar, avergonzada, enrolla su interrogante y se cuida de no decir, ni pensar, cosas que la ridiculicen otra vez.

Son las cinco de la mañana. La doña decide caminar toda la avenida Juan Pablo II, quiere despejarse. Se siente hiperactiva, aunque sólo se limite a transitar. Es hora de volver, pero no llama a su fiel murciélago, pues teme que de pronto amanezca. En el camino, repentinamente un taxista se ofrece a llevarla. “Vamo` abuelita, la jalo por ahí”. La anciana, desolada, pálida y con los ojos emblanquecidos, voltea y asiente con la cabeza mientras se acerca al tico. Van camino al Golf, por San Andrés. Llegan a la avenida Larco y doblan en Fátima. Una vez en Los Ángeles, Juana y el conductor se encuentran con “El Diablo”, otro taxista, amigo del chofer. Se saludan por el Waking Talking y se retan a una carrerita, la última de la noche. Doña Juanita del Pilar se anima, también está lista. Saca de su sostén un par de gafas oscuras, una pañoleta azul marino con puntos blancos y una boina de cuero negro. Coquetona, se los pone. Está lista para su última aventura, los 200km por hora. Sonríe y saca su lengua. Pero al arrancar los carros, unos decepcionantes 80km/h la hacen volver a su triste realidad: va sentada en un tico manejado por un cuarentón que quiere plagiar a los insuperables renegados del Óvalo Papal. A su lado, este de aquí, es tan sólo una patética imitación.

Juana ha llegado a la puerta de su casa, la primera de la cuadra seis de la Avenida El Golf. Los caballeros de la noche también vuelven a sus guaridas. No tienen rostro. Sus damas ronronean por última vez y la doña piensa que, de haber un semáforo en medio de la avenida, seguramente les daría a estos camorristas –a manera de tregua –tres luces blancas: lánguidas, cansadas y rendidas. Doña Juanita del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar está en su cuarto echada en su catre triangular. Hace memoria de lo que hoy ha vivido y cierra sus ojos. Está agotada, pero al fin relajada. Intenta dormir. De pronto, se siente cercana al cielo raso, como si éste fuera el piso. Asustada, abre los ojos pero se los tapa con las manos. Entre sus dedos forma una pequeña abertura. Es medio día y afuera brilla la resolana. Doña Juana ha dormido más diez horas.

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sábado, 5 de julio de 2008

Jugarretas Despiadadas

Hace unos meses, en la presentación de los Cannes, Steven Soderbergh estrenó su último film titulado Guerrilla. En él, el actor puertorriqueño Benicio Del Toro encarnó al ahora “marketeado” Che Guevara. Del Toro aseguró sentir temor por la vida de Ernesto, ya que estudiarla es un constante descubrimiento y aprendizaje. Sin embargo, Soderbergh declaró que el idealismo del Che es un gran material de película que merece ser explotado al máximo.

Herbert Marcuse, un filósofo al que se le atribuyó la paternidad del movimiento hippie –manifestación absorbida por la mercadotecnia –aseguraba que, refiriéndose a la ebullición de los ideales setenteros, la contracultura está condenada a ser integrada por la monotonía del consumo que impone el sistema capitalista. La gente ha perdido su capacidad crítica y todas las masas van en una misma dimensión: el consumismo a gran escala. La oposición ya no existe porque, de manera sutil, ha sido tragada por la publicidad que vende un nuevo estilo de vida en el que todo parece ser very nice. Este sistema se ha valido de la manipulación de los deseos y las necesidades de las personas para poder lograr su propósito. Debido a esto, es normal ver, hoy en día, modas al “estilo hippie”, somos “anarquista” con nuestros padres, manifestamos nuestra “rebeldía” al llegar dos horas tarde de la discoteca, encontramos “punkers” maquillados y perfumados –obsoletos en el resto del mundo – y reggetoneros que regalaron su dignidad para alienarse con bulla, carros y piques –un complejo copiado de los norteamericanos –.

Otro gran pensador, Umberto Eco, en su último libro “A paso de cangrejo”, adjunta un artículo que habla sobre la carnavalización de nuestras vidas. Eco asegura que todo individuo necesita el juego como medio distractor y herramienta de aprendizaje; pero el juego, afirma, es más placentero cuando se practica sólo de vez en cuando e intensamente; es por ello que las viejas culturas -remotamente civilizadas, por supuesto –crearon al Carnaval. En la actualidad, nosotros, faro de la tecnología y creadores del cybermundo, hemos carnavalizado nuestras acciones y pensamientos. Desde la falta de vergüenza y lucidez como para atrevernos publicar nuestros escuálidos problemas a la gente, que por cierto, les importa un pito, hasta el goce de la degradación de nuestros ideales y de las personas a las que les tenemos una pizca de admiración. Ya no nos interesa el foodball, ni tampoco los deportistas –que cada vez se intoxican con más drogas y estimulantes para poder producir de manera anormal –sino los espectadores, las canchas, las zapatillas y los modelos. Ya no interesan los discursos presidenciales, sino los presidentes, sus prostitutas, sus liftings o sus “teteitos”. Ya no interesan los ideales de los grandes pensadores, sino sus vidas, sus secretos y el plató.

Para finalizar, no podría imaginar al Che, a Frida, a Joan d`arc, a Michelangelo, a Cleopatra, a la Piaf o a otras víctimas del consumismo presenciar sus vidas a través de una pantalla mercadotécnica, sabiendo que en la actualidad sus pensamientos, arte y filosofía son elementos de entretenimiento para una sociedad adicta a la carnavalización.

Poeta en el sonido



“Benedetto Croce decía que hasta los dieciocho años todos escriben poesía. De los dieciocho años en adelante, dos categorías de personas escriben poesía: los poetas y los cretinos. Es por ello, que personalmente prefiero considerarme un cantautor”. Un hombre que mantuvo la lucidez de sus pensamientos, que tocó los sentimientos del ser humano, que vivió intensamente y plasmó cada hecho en sus canciones. Fabrizio de Andrè, uno de los más grandes trovadores de los últimos años.
Sin pretensión de querer exagerar, Fabrizio De Andrè es un poeta de su tiempo. Cantautor que se negó al éxito momentáneo y al culto de las grandes masas. Un hombre anarquista que prefirió la dirección contraria, obstinada, y luchó contra la hipocresía social; un cronista de los pescadores, las putas, los culpables y los vagos, De Andrè es, sin lugar a dudas, un grande entre los grandes. Sólo basta dejarse llevar por las melodías de sus canciones para comprender su talento. Pero además, si entendemos sus líricas, nos sumergimos en sus personajes y entendemos la fuerte carga de sentimientos, se confirma de manera casi perturbadora el arte de este genovés.

Nacido en el 40, De André se formó en el seno de una familia humilde pero con mucha riqueza cultural. Sus primeros años los vivió en la provincia de Asti, al norte de Italia. Tiempo después, volvió a Génova para estudiar. Se graduó en la escuela superior y se interesó en particular por la poesía, la música y el teatro. En esta época, entabló amistad con Luigi Tenco, Bruno Lauzi y Paolo Villaggio, personajes que también conseguirían la fama a través de la música.

Pese a su afinidad por el arte, Fabrizio decide postular a la facultad de leyes. Sin embargo, en el transcurso de su carrera, canta en grupos de jazz y compone algunas líricas bajo la influencia de George Brassens, trovador francés de los 40 -llega a traducir muchas de las canciones de Brassens como Le Gorille (Il Gorilla) -. Grabó sus primeros discos a los 18 años, pero el gran éxito llegó en los años sesenta con La Canzone di Marinella, cantada a dúo con Mina. “Si una voz tan dulce no hubiera interpretado “La Canzone di Marinella”, con toda probabilidad habría terminado mis estudios de derecho, y ahora sería abogado. Doy las gracias a Mina por haber barajado las cartas a mi favor…".

Para la segunda mitad de los años sesenta, De Andrè realiza un verdadero "trabajo de músico". Interesado en su entorno social, el disco “La buona nouvolle” manifiesta abiertamente el conflicto que sufría con los dogmas de la iglesia católica. Basado en los libros apócrifos, De Andrè, siempre con un concepto sincero y humano, planteó una percepción distinta de la Virgen María, Jesús y, en especial, de María Magdalena. En sus canciones, evidencia los temores de un hombre que será colgado, la dulzura de una prostituta y los verdaderos intereses de una madre. El disco, a los pocos meses de ser lanzado, fue censurado y causó controversia en la Europa sesentera.

Pecados de Fabrizio

El periodo Karim se nombró a la primera fase de la carrera de De Andrè. Al final de los sesenta y con toda la ebullición del 68, Fabrizio cerró este periodo con el álbum “Peccati di gioventù”. En este disco, el cantautor italiano recopiló sus grandes éxitos, desnudando sus sentimientos y el estado de ánimo en el que se encontraba.

La vida de De Andrè había sido fuertemente golpeada debido al suicidio de su amigo Luigi Tenco. La depresión lo abrumaba y por eso, en la mayoría de sus canciones, Fabrizio cuenta tristes historias de presos, romances rotos, hombres de guerra y viudas desamparadas. Sin embargo y, pese al dolor que lo acongojaba, no dejó de lado la sátira en sus líricas y la ternura en sus historias.

El tratamiento sonoro de este disco fue de primera. Valiéndose de la simplicidad tecnológica, De Andrè pudo enfatizar en la mezcla de instrumentos folclóricos con ritmos modernos. Canciones como Il Fannullone, La Ballata del Michè, La città vecchia y Fila la Lana, muestran de manera sutil y verdaderamente placentera la fusión del vals con la tarantella. Instrumentos como a la bandolina, la guitarra, la flauta traversa y la flauta dulce acompañan de manera épica la suave y ronca voz de De Andrè. Sin embargo, en canciones como Geordie, La canzone dell´amore perduto y La Ballata dell´amore cieco, el jazz, el rock y algo del pop dominan estas canciones.

De Andrè no sólo mostró una tendencia melómana, sino una poesía evidente, desde el encaje de las rimas en cada estrofa, hasta la profundidad sentimental de sus historias. Es por ello que uno no puede dejar de mortificarse con el torpe de La Ballata dell´amore cieco que hace de todo, incluso morir, para conseguir la atención su amada. Resulta imposible no lloriquear con la historia de una pareja que tuvo un repentino amor en La canzone del amore perduto y es un hecho deprimirse luego de escuchar la historia de Michè, Marinella y de la dama abandonada que lamenta la muerte de su marido en Fila la lana.

Para los años sesenta y setenta, el concepto de héroe guerrero había sido idealizado por los viejos europeos y norteamericanos. La gente veía a los sobrevivientes como grandes hombres y a los muertos, como grandes santos. Fabrizio, siempre con distintas propuestas, abordó el tema del héroe y la guerra desde un punto de vista más sincero, más crudo. La histoia de Piero: el soldado que no sabe por qué está en la guerra y por ello se siente iracundo, muriendo tan rápido que no pudo darse cuenta de que es "carne de cañón". De igual forma, la esposa que esperaba el regreso de un soldado vivo y no de un héroe muerto en La Ballata dell´eroe, dejan un conflicto referente a nuestros valores patrios y un vacío en nuestras vidas.

Años después, Fabrizio siguió fiel con su estilo de trova, pero también probó la fusión de nuevos ritmos. Frases como “aquello que no tengo, es aquello que no me falta” fueron acompañadas con ritmos countries y, canciones como Bocca di Rosa e Il Pescatore, se convirtieron en el símbolo de las meretrizes, los bandidos y los miserables. Tiempo después, el sindicato de prostitutas, agradeció formalmente a De Andrè por su interés hacia ellas.

“Siempre he pensado que hay poco mérito en la virtud y poca culpa en el error. También porque hasta ahora no he comprendido bien que cosa es exactamente la virtud y que cosa es exactamente el error. Si nos trasladamos en el tiempo vemos como los valores se convierten en desvalores y viceversa. Es cuestión de transportarnos en el tiempo: había una moral en el medio evo que ahora es absolutamente rechazada. Hoy nos lamentamos por el gran tormento sobre la pérdida de valores. Yo pienso que los jóvenes de ahora nos es que no tienen valores, tienen sus valores que seguro nos rehusamos a comprender porque estamos muy aficionados a los nuestros”.

Para el 98, Fabrizio de Andrè realizó un concierto de dos días (13 y 14 de ferbrero) en Teatro Brancaccio de Roma. Tocó los éxitos de toda su trayectoria musical. Al año siguiente, murió. Sin embargo, y pase a ser casi diez años de su desaparición, Fabrizio sigue colándose en las nuevas generaciones. Quizá, cada vez con más dificultades, tal vez con menos interesados, pero sí con mayor influencia en los pensamientos y estilos de vida. No queda dudas, entonces, que Fabrizio de Andrè es el trovador que hizo poesía con el sonido.
Algunos links para que puedan conocer la música de Fabrizio (cuando aprenda, los adjuntaré en esta web)
Todos los videos adjuntos son de su último concierto en Roma.
(Il pescatore)
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Sendero Mato Grosso


La obra de los sacerdotes que dirigen la Operazione Mato Grosso se puede resumir en una sola frase: convertir a fariseos en cristianos de acción. Desde hace treinta y seis años preparan a jóvenes de las zonas rurales de Ancash en labores agrícolas, de carpintería y de apoyo social. Lo curioso del caso es que los adeptos siguen una consigna que podría pasar por acto de locura: "Deja tus coasas, regala tu tiempo libre, apoya con tu sueldo, sé solidario".


Iglesia de Chacas - Ancash


El 1 de octubre de 1992 el sacerdote italiano Giulio Rocca fue asesinado por el Sendero Luminoso. Su compañero y compatriota, Daniele Badiali, escribió una carta dirigida a su superior, Ugo de Cenzi, refiriéndose al doloroso suceso. El mensaje terminaba con la siguiente frase: “Jesús premió a Giulio con una muerte parecida a la suya. Coraje, nuestro camino lleva a la santidad más perfecta, al martirio. La Operazione Mato Grosso nos prepara para morir”. Poco tiempo después, el padre Badiali fue secuestrado y asesinado por las huestes de Abimael Guzmán, remarcando crudamente los desafíos de ser misionero.

Badiali y Rocca pertenecían a la Operazione Mato Grosso (OMG), una organización fundada por Ugo de Cenzi que combate activamente la pobreza y el individualismo sudamericano. Nacido en Polaggia, un pequeño pueblo de la provincia de Sobrio, Italia, De Cenzi ha dedicado toda su vida al trabajo educativo con adolescentes difíciles, sin familia y con problemas de conducta. Al final de los años sesenta de padre Ugo, luego de la visita de Pietro Melesi –sacerdote en Brasil –se interesa particularmente por América Latina y en 1967 envía al primer grupo de jóvenes a apoyar la zona del Mato Grosso. En el 72, se establece definitivamente en nuestro país y de ahí en adelante realiza un constante trabajo de campo en las zonas más pobres de la sierra peruana.

Giuseppe Colombo, un joven italiano, hace cinco años que es un matogrossino. Cuenta que en un viaje al Perú se enteró de la OMG y del sello que tenía esta obra. De regreso a Italia, se interesó de manera particular por este movimiento y decidió trabajar activamente en él. A mediados del 2006, casado y con una hija, él y su esposa decidieron venir al Perú y apoyar la misión por un periodo de año y medio.

“Lo que más me ha tocado el corazón es la ayuda gratuita y la solidaridad hacia los pobres que el Padre De Cenzi da a través de su obra”. Comenta Giuseppe.


La OMG realiza dos trabajos paralelos. El primero, en Italia, consiste en la recolección de recursos económicos y alimentarios. El segundo, en América Latina, apoyando activamente las obras realizadas. Los mismos jóvenes que colaboran en Italia, vienen en el verano y por un periodo de cuatro meses trabajan en el Perú. Con frecuencia, los misioneros de la Operazione Mato Grosso deciden quedarse por varios años e incluso algunos se establecen de por vida, superando las duras pruebas a las que el entorno andino los somete, como ocurre en la zona rural de Huaraz, Carhuaz, Huari donde están desde hace más de treinta y cinco año.


En estos lugares, con el párroco de Quirvilla, un pueblo que está a 2 200 m. s.n. m., la OMG se dedica a recaudar fondos. A su vez, da trabajo quincenal a más o menos 30 obreros en labores agrícolas, ofrece el servicio de Oratorio, da catecismo a los chicos y dirige el taller de artesanos Don Bosco. Este último es particularmente interesante por sus trabajos y proyección.

El 19 de mayo este taller inauguró una exposición denominada “Los dones del sol” que tuvo como escenario la Ex- Iglesia Compañía de Jesús, en Trujillo. Al ingresar en el oratorio de tendencia barroca, la primera pieza que recibe al espectador es una impactante repisa de dos cuerpos, cuya parte superior está unida por un delgado puente que muestra el hermoso tallado de un dios precolombino. Sobre esta estantería, un sonriente Sol, del mismo estilo y labrado en cobre, da la bienvenida a los asistentes.

Al atravesar este portal, el montaje realizado por la arquitecta Rosa Colombo presenta, a diestra y siniestra, pequeños ambientes que nos remontan al concepto del hogar. La primera pieza es un juego de comedor tallado en pino. Su belleza radica en la locura del diseño del aparador, una media luna es la inspiración. Esta pieza es estéticamente complementada por los detalles de las sillas –pequeños escalones tallados a mano –que destacan de manera sutil los conceptos estéticos de los antiguos incas.

Los artesanos del taller Don Bosco, graduados en carpintería y con un ilustrado criterio del arte, no sólo se inspiran en las culturas del incanato. En un espacio cálido y privado, hay una pequeña representación de un altar que embeleza a los espectadores. El ara, tallado todo en caoba, muestra detalles de olmos de trigo hechos en pan de oro por un virtuoso artesano, quizá un maniático de la belleza. Sobre las paredes, como complemento a esta pieza, varias figuras de la Madonna, del Cristo y de San José adornan inocentemente el ambiente y muestran, de manera cándida, su tendencia naïf y prerrenacentista.

Siguiendo el recorrido, en el centro de la iglesia, una curiosa licorera es la protagonista de todo el evento. Su extraña forma puntiaguda, los finos tallados con motivos preincas y la atípica forma de abrir los compartimentos, son puntos de atracción que dejan anonadados a los espectadores. Si algo caracteriza las piezas estos artesanos, es que nada se desperdicia. En las pequeñas mesas, los adornos cincelados sobre el mármol acompañan perfectamente los tonos oscuros de la caoba.

Por último, en lo alto de la Iglesia, seis sillas adornadas con peculiares detalles son las reinas de la exposición. Con respaldares rectangulares, de media luna y en forma de numeral, cada una muestra una personalidad propia, y en conjunto, se vuelven una seductora pieza de arte. Sólo queda agregar, que el ensamblaje de las piezas en cada obra son unidas entre si. Ninguna necesitó de clavos, pegamentos u otro elemento externo. Sutilezas de una ebanistería producto de la fusión entre la capacidad peruana y la vieja tradición de una Brianza carpintera.

Hemos conocido –a grandes rasgos –la fuerte influencia de la Operazione Mato Grosso. Personas que han optado por dejar su mundo, cargado de comodidades y excesos, realizan día a día una obra concreta a favor de los pobres. Un trabajo de fatigas y retos, pero de sinceridad y apoyo. De verdaderos misioneros que se soltaron de la familia, las parroquias, la nación y escogieron el camino de los hechos.

Algo que resaltó Giuseppe Colomo del padre De Cenzi fueron las palabras de motivación para sus jóvenes: “Deja tus cosas, regala tu tiempo libre, apoya con tu sueldo, sé solidario”. Una lección que hoy por hoy va a contra corriente, pues pretende integrar a la gente en vez de hacerla individualista. Un discurso que escandaliza a los profesionales y a los seudo creyentes; un consejo utópico y alquimista. Una alquimia que ansía convertir a fariseos en cristianos de acción.


Con la investigación de Emilie Kesch
Publicado en día30