lunes, 15 de diciembre de 2008

Viejos recuerdos, nuevas vivencias



Sentimiento surrealista y el recuerdo de una vieja alianza fascista – nazi son el resultado de este extraño recorrido. El colegio militar Gran Mariscal Ramón Castilla, alberga el fanatismo nacionalista. Llena de contradicciones, esta narración es la consecuencia de una mañana reclutada.

Las cinco de la mañana. La oscuridad aún es dueña del ambiente. Disfruta sus últimas horas como emperatriz gélida y es aliada de la neblina, el silencio y la tranquilidad; combinación perfecta para esta aventura. La travesía próxima a realizar, tendrá como escenario, o quizá como víctima, el semillero de los futuros guerreros, el formador de los espartanos nacionales: el Colegio Militar, Gran Mariscal Ramón Castilla. Esta escuela, que reinventa constantemente sus valores –hoy en día, disciplina, moralidad y trabajo –forma a jóvenes románticos desde hace cuarenta y cuatro años. Dirigida por el Coronel Raúl Rodolfo Novoa Gutiérrez, la metodología y decoración del Ramón Castilla, en pos de la insoportable nostalgia, ha decidido retomar sus raíces y revivir las estrategias educativas de antaño.

La luz parece vencer tenuemente a la reina penumbra. Sin embargo, sus rezagos de frialdad aún dominan el ambiente. Parece que la naturaleza nos regalará un día extremadamente nublado. La labor de los jóvenes cadetes comienza a las cinco y media de la mañana. Tras una ensordecedora corneta, los jóvenes se preparan y preparan sus habitaciones en menos de quince minutos. Si por ahí hay alguno que pretende vencer el tiempo, tiene permiso de prepararse antes de que el ruidoso instrumento lo indique. Por el contrario, si es pegado a las sábanas, entonces disfrutará de manera enfermiza los cinco o diez minutos de sueño.

Los cadetes cuentan con dos uniformes. El formal, usado los lunes, miércoles y viernes y el de camuflaje, usado martes, jueves y sábados. El primero consta de un par de pantalones azul marino, saco blanco, camisa del mismo color y una gorra del color de los pantalones. El segundo dispone de dos modelos: algunas veces camisa y pantalones de color verde, negro y marrón oscuro y otras, un modelo con colores amarillo, crema, blanco y marrón claro. El uso es según el campo de práctica: boscoso o desértico.

Debido a las limitaciones de una vida en reclusión, los cadetes están obligados a aceptar el placer de la homogeneidad: piensan y actúan de igual forma, todos juntos, sin razonar. Prueba de ello es la cuadra, el salón que acoge a los jóvenes y sus pertenencias. Conocida en el mundo civil como “mi habitación”, la cuadra, para los militares, es un cuarto compartido por diez jóvenes. Cuenta con una cama y un casillero por persona. Todos de color crema para hacer un perfecto contraste entre el color celeste de las paredes y el gris metálico de los helados pisos. Prohibido, obviamente, arruinar con algún criterio de decoración. A diferencia de los libertinos adolescentes que pueden –y deben, según ellos –nadar sobre su basura personal, los jóvenes cadetes están limitados a mantener la pulcritud de sus cuartos; de lo contrario, a diferencia de un grito o una súplica maternal, estarán condenados a perder sus placeres más deseados: la libertad o el sueño.

Llegada la noche, aproximadamente a las once, los jóvenes están sometidos a una nueva labor: el servicio de imaginaria. Esta tarea consiste en vigilar por tres horas el sueño de los compañeros; así, los muchachos estarán preparados para tiempos de guerra, tendrán el carácter formado y posiblemente aceptarán más relajados el desorden de horarios que exige la universidad. Claro que, debe ser abrumador acostarse a las 11pm, hacer vigilancia a la una y volverse a dormir a las tres. Pero, son bonos del oficio.

Es las seis y diez, los jóvenes están en el comedor para desayunar: avena, leche, jugo de frutas y panes. Cada uno consume diversas opciones; elegidas, sin embargo, por un superior. El comedor, un cuarto simple con mesas y sillas grupales, se encuentra a la derecha de la escuela. En él, se ubica a los jóvenes según su cuadra. Los muchachos brigadieres, elegidos por su edad –los mayores –y su excelente coeficiente físico - mental comen aislados del resto, marcando así la diferencia y recalcando su autoridad a través de pequeños, pero significativos, privilegios. El día de hoy, los futuros defensores de la nación están de camuflaje. Su tarde será distinta a la de un adolescente común.

Las cuadras están asignadas a jóvenes de la misma edad y del mismo sexo. Actualmente, los hombres están completamente alejados de las mujeres. Esta decisión es tomada por el director de turno. Al parecer, está convencido que es mejor mantener completamente aislados a los jóvenes de diversos sexos, para poder tener así mayor control sobre sus acciones y para que los muchachos no sean pillados con las muchachas en situaciones impulsadas por un desequilibrio hormonal. Los grados de estudio, a pesar de abrazar las efímeras estrategias civiles, mantienen vivas las típicas costumbres militares. Una de ellas, los distintivos de promoción. Cada grado tiene un color diverso: los de quinto el color rojo, los de cuarto el verde y, celeste para los de tercero.

Los muchachos, siempre en pos de la disciplina y el orden, son asechados por un curioso personaje: el Coronel Guerrero, que hace un varios años ha colgado sus medallas y cambió el clásico uniforme barroco, por un liviano buzo negro –parte de otra mortaja –. Noblemente, custodia a los retoños para detectar a cualquier descarrilado del cadete ideal. Si acaso algún hozado se atreviera a no saludar o a hablar cuando no se debe, o sea, casi siempre, estaría condenado a un castigo de docenas de planchas o de caminatas kilométricas. Aquí no funcionan los reglazos y menos el rincón. Aquí las cosas van en serio. Los jóvenes son preparados y mentalizados constantemente para ser carne de cañón. Tienen tan marcado ese concepto que, incluso, debido a las constantes instrucciones, con dieciocho años pueden ser hombres para la guerra y para matar. Aunque quizá, en el mundo real, sean sólo niños para un trago en algún bar.

Para un cadete la vida es difícil. El día a día está lleno de retos, normas y exigencias. Sin embargo, hay un periodo en el que los muchachos son llevados al límite. Ahí, seguramente, eliminan cualquier rezago de niñez, engreimiento o diferencias. En la “Marcha de Campaña”, todos son iguales y entre todos se ayudan. Someterse crudamente a la naturaleza, obliga a los cadetes a la cooperación conjunta y al máximo desarrollo de sus habilidades de sobrevivencia. Dentro de este campamento, además del trabajo en equipo, estos guerreros son preparados para la guerra: estrategias de ataque, instrucción de manejo artillero y sobrevivencia para situaciones de captura son las dosis adormecedoras que brinda el campamento para motivar fuertemente a los jóvenes.

Han pasado tres horas desde nuestra llegada. Los alumnos, respetando siempre la idea de mando, se dirigen a sus aulas. Corean espantosos lemas patriotas, interiorizan el placer del fanatismo nacionalista y aceptan este método de comunicación para romper por un instante el silencio que los obliga a vivir aislados entre sí. No tienen otra opción, nunca la tienen. No pueden, ni deben, pensar por sí mismos. No existe para ellos el arte, la filosofía ni la política –es suficiente saber que Chile es nuestro peor enemigo –. Los jóvenes están llenos de vitalidad y amor que dejarán como ofrenda a la patria, ya que están prohibidos de compartirlos entre ellos. Sin embargo, olvidan que para amar algo hay conocerlo previamente e involucrase bien. Los alumnos, cuando ya aprendan la lección, irán a la guerra sin tener claro los intereses políticos que hay de por medio. Sin saber por qué se hace una guerra ni a qué o a quienes defienden. Marcharán cada 28 de julio y repetirán, amordazados, lemas y cantos románticos. Lo harán tantas veces que tendrán el pecho inflado como un pavo; siempre listos para ser cocinados.

La reunión termina, la guía por fin confiesa llamarse Lusvenia Vergara, el frío sigue siendo un fiel compañero y atrás quedan los defensores de nuestra patria. Lugar de santos y héroes, artistas y navegantes, pisco y no agua ardiente, ceviche y marinera, Inca Kola y E- Wong. ¡Viva el Perú, carajo!

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