jueves, 24 de junio de 2010

Travesuras de dos milicianos

Dedicado a Jaime y Gaby

Cuando se encuentra en una trinchera, pocas son las veces que uno se atreve a dejarla: en tiempos de guerra, un mal paso puede pulverizar la historia. Estar detrás de esos sacos de arena brinda la seguridad necesaria para el reposo, calmarse del ataque recibido, tomar aire y prepararse para la defensiva.

El día a día no resulta ser muy distinto: cada debate, cada palabra, incluso cada paso que se da, muchas veces es la ofensiva o defensiva de esta guerra que hemos bautizado como vida. En nuestro país, donde la diversidad ha sido asumida, más que como un derecho, como una obligación, más que como privilegio, como un peligro, más que con orgullo, con vergüenza, nuestras trincheras tienen distintos matices: trincheras raciales, trincheras teológicas, trincheras generacionales, trincheras de clases sociales.

Teniendo clara la naturaleza caótica del espacio vital, se ha reconocido que salirse del bando perteneciente es sumamente riesgoso para quien no sabe a lo que se enfrenta o peor aún, no sabe cómo hacerlo. Entonces, si dicha acción es totalmente temeraria, bajar la retaguardia al enemigo o peor aún, intentar conocerlo, entablar una relación y llegar a estimarlo, definitivamente sería una sentencia de muerte, una carta de traición.

Pero no siempre es así, no siempre el enemigo tiene cara de enemigo o el compañero cara de hermano. A veces los uniformes y los colores son impuestos por generales directores de esta guerra y, muchas veces, va en contra de los milicianos. Por eso, como diría Fabrizio de Andrè en una de sus canciones, muchas veces nos encontramos con hombres al fondo del valle que tienen nuestro idéntico humor, pero el uniforme de otro color y estamos obligados simplemente a disparar.

La vida es similar; a veces las buenas personas no elijen ser viejos, ser empresarios o trabajar catorce horas al día en una minúscula sala en vez de ir a la universidad, o leer del arte americano. Pero la vida y sus exigencias, las necesidades y la indiferencia obligan a dejar los anhelos atrás y hacer lo mejor posible dentro del escenario impuesto.

La relación de quien escribe con Fabiana Cruz, administradora de la empresa de publicidad digital PubliAvisos, no es muy distinta a la de dos milicianos que descubrieron que sus diferencias se enraizaban simplemente en el color de la chaqueta. Los conflictos existenciales también resultan ser similares: disparar de tal forma que no le caiga una bala. Sin embargo, el cariño nacido en medio del caos resulta ser mucho más lúcido, más sincero que aquel sentimiento que nace en la abundancia y el derroche.

¿Este sentimiento tendrá esperanza de botar una que otra retama por ahí? Yo creo que sí, en cuanto se fortalezcan las igualdades y nos emancipemos de las diferencias. Finalmente, una de las cosas que nos hace radiográficamente iguales, es el sincero deseo de dejar un mundo mucho mejor del que recibimos.

Los Recursos Inhumanos

Las empresas de hoy, en su particular juicio, han decidido aglutinar a sus trabajadores –sin importar que sean obreros, campesinos, empleados o contadores –en una inmensa masa productiva bautizada como Recurso Humano. En la actualidad, se le tiene respeto y consideración. Los nuevos empresarios, más civilizados que los de antes, afirman que esta bola merece un trato justo; esto se traduce en saludos cordiales, sonrisas anchas, pedir bien las cosas y una infinidad de actitudes que aseguran mejorar el clima laboral.

Los trabajadores, por otra parte, han reconocido que ser saludados, recibir una sonrisa a las siete de la mañana, decir por favor y gracias es una cadena de actitudes que ha cambiado notablemente su clima laboral. Esto, dicen, es mucho mejor que una buena paga; incluso, cuando no exista.

Pareciera que todo fuera tan sencillo, que –hasta antes de 1989 –los problemas bélicos tenían su origen en no darse la mano entre rivales, la hambruna mundial se limitara simple y llanamente a un ¡buenos días! con olor a mentita, el principal problema de opresores y oprimidos económica, social y culturalmente se enquistara en los buenos modales y que, extirpando dicho cáncer, el planeta reflorecería, las diferencia entre ricos y pobres se desvanecería y los caballos galoparían. Pareciera, pero no es así.

Si bien los buenos modales contribuyen en gran medida a un entorno laboral adecuado y con ello, una mejor producción, esto no quiere decir que sea el factor principal del problema de los trabajadores; por lo tanto, realizarlos no conlleva a su solución. Más bien, la cordialidad es una es una condición que, antiguamente, era fundamental para que cualquier individuo sea socialmente aceptado.

Karl Marx dedicó su vida al estudio de la problemática laboral. En sus análisis, llegó a la conclusión de que el problema de los trabajadores explotados es un conjunto de situaciones objetivas cocinadas en la economía. En otras palabras, si una sociedad está jodida es porque existe una enorme desigualdad en la distribución de su riqueza, generando millones de seres humanos despojados de todo elemento de vida, viéndose obligados a vender su fuerza de trabajo (aún cuando ésta sea incuantificable) a unos pocos ricos que manejan las leyes y la información con el objeto de argumentar su delincuencia.

Este círculo vicioso es sostenible gracias a la excesiva producción de objetos y servicios, haciendo del consumidor un consumista y subordinando al trabajador a la condición de objeto dentro de la fábrica, valorándolo tan igual o menos que un camión, una tonelada de cadenas o una faja peladora.

Debido a ello, el trabajador no está involucrado en lo que realiza: no sabe lo que hace y no puede consumirlo. Así, el empresario capitalista le arranca su condición humana y le impone la alienación, desmereciéndolo de un trato humano pues, siendo objeto, pierde ciertas facultades como la conversación, la agrupación, el ambiente laboral adecuado, la opinión, la decisión sobre su vida o el derecho a rechazar algo.

En la actualidad, la situación de la neobola conocida como "Recurso Humano" no ha cambiado mucho de cuando se los conocía como trabajadores o proletarios. Después de cien años de haber desenmascarado la verdadera situación de la economía capitalista, la opresión social del liberalismo, la propuesta del comunismo, el colapso de algunos gobiernos socialistas y la invención de nuevas reformas radicalmente ecológicas, el trabajador aún sigue en la alienación que lo rebaja a la condición de máquina, disponiendo el patrón de todo, incluso, de variar sus nombres y escenarios que permitan mejorar su careta para explotar con mayor descaro e inventar artificios que permitan aceptar y volver necesario este crimen.

Nuestro país –transformado hoy en marca – cobija a empresarios que han aprendido muy bien a disfrazarse y ejecutar todas las recetas que les llegan de afuera. En la actualidad, el empresario peruano mima trabajado de la misma forma que el mecánico lo hace con su carcocha. El patrón, conocido ahora como líder, le da grandes dosis de falsas reformas que hacen creer su importancia y respeto. Sin embargo, el "colaborador" todavía vive subordinado y explotado, pues aún fabrica, distribuye y vende aparatejos inservibles como pieza de cambio para su sobrevivencia: sobrevivencia aún más alienada, ya que en será obligatorio consumir toda esa porquería con un pedazo de plástico que le hará ver la vida con "otra perspectiva", pues con la tarjeta de crédito todo es posible, menos, la capacidad de elegir, si quiera, una mejor paga.

Pero la cosa aquí no termina. En la actualidad, la inmensa bola del Recurso Humano ha asumido la supuesta importancia del líder, ya que este personaje gasta toneladas de dinero en terapias para quitar el estrés producido por la frustración de estar sentados dieciséis horas al día cuadrando facturas de hace tres años.

Los colaboradores, especialmente los de las industrias agropecuarias, han traducido el abuso de los accionistas en una extraña forma "equitativa" de asumir el reto: cuando la producción es baja soportan el ajuste salarial porque reconocen que la empresa debe mesurarse en sus gastos a fin de no golpear su capital durante esta dura situación. Sin embargo, cuando los tiempos grises se despejan con una exquisita sobreproducción, la equidad se desfigura y se transforma en un enorme embudo, donde la parte que acumula los millones está mirando hacia arriba.

Para terminar, es curioso que ahora secretarias y gerentes, contadores y guachimanes sean íntimos amigos y salgan de pichanguita. Ahora ya no existen verticalismos: el jefe se quitó la corbata y se remango la camisa. Ahora López y Nicolini se tratan de tú a tú y no existe ni racismo ni clasismo, porque ahora todos somos iguales, todos importantes.

Si nuestra situación fuera tan hermosa como se rumora ¿por qué son tan temidos los cargosos sindicatos? En la industria de nuestro país, hoy más que nunca se ha desfigurado la finalidad del sindicato y se ha satanizado su existencia. En algunos casos, porque aún sigue el trauma de la situación vivida en los años ochenta –aunque ignoren las causas que determinaron que así fuera –, otros porque el patrón líder así lo dice y repetir está de moda: sobre todo, si la voz llega de arriba. Sin embargo, prohibiendo la institución formal de opinión y decisión dentro de una empresa ¿no se aliena aún más al trabajador y se castra su condición humana?

Si los lectores estuvieran de acuerdo con estas ideas, sería bueno poner manos a la obra en el asunto y comenzar a cambiar –que no es igual a revertir –la situación. Sino, si se cree que este es otro discurso con tintes de resentimiento y amargura, quizá en este momento me esté dirigiendo a una plancha o tal vez a una lavadora que alguna vez, en algún momento de su existencia, se lo conoció y se reconoció como ser humano.