sábado, 9 de agosto de 2008

De piques y pesadillas

Las madrugadas en el Golf tienen un no sé qué de ruidos y luces de neón… ¿entiendes? Sales caminando desde la bodega Wilson mientras enciendes un Lucky Light, como siempre. De pronto, desde una ventana, aparece ella. Es la sombra tenue de lo que alguna vez fue. Su cabeza es un plato de spaghetti, las flores amarillas de su vestido están como pegadas a su piel, sus dientes dejaron de ser de marfil y se volvieron de oro de catorce. Ahora, sólo una luz amarilla la acompaña hasta llegarla a aturdir. Te parece graciosa, pero más gracioso eres tú, pues tienes incrustado un arroz con mango en el coco. Afuera, en la gran avenida y a la mitad de tu cigarrillo, llegas a la cuadra seis, das una última pitada y desde la sombra, a tus espaldas, emergen ellos ultraveloces.

Yamaha es el nombre de sus muñecas, uno de sus muchos juguetes nocturnos. Estas princesas, tras largas y frías noches, han atrofiado sus tiernas voces y las han convertido en larguísimos y roncos baladros. Todas las noches, sus dueños, el “Chino” y Alfonso, las sacan a respirar. La vitalidad de sus veinte años los vuelve todopoderosos, inalcanzables. Dan la señal y ronronean sus damas. Al escucharlas, la señora Juana, desde el interior de su cuarto iluminado, se perturba precipitadamente; parece que las venas de sus manos van reventar. Su pálida y arrugada piel se vuelve roja y algunas gotas de sudor enfrían penosamente su caldeada tez. Sólo unas pepitas blancas encarceladas en un frasco anaranjado la pueden calmar. Se traga dos y la doña vuelve a su moribunda languidez.

La señora Juana del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar carga setenta y dos inviernos sobre su espalda. Le resultan pesados y agobiantes. En el más largo que le ha tocado vivir, cuenta con una compañera cotidiana e indeseable: la hipertensión. Afuera, en la calle, la bulla se ha detenido… por ahora. Las alarmas de los carros, débiles ante la presencia de estos caballeros, recobran la compostura y vuelven a su silenciosa guardia. La señora Juana se siente inquieta y sale a pasear. Sobre un murciélago atraviesa las calles de Trujillo: las pistas húmedas y silenciosas de California, el parque grande y enmarañado –seco por la estación –y la César Vallejo que parece saqueada. Voltea para responderle a la voluptuosa sirena, pues algo le ha murmurado. Continúa por toda la avenida Larco hasta llegar al grifo del óvalo. Víctor Raúl ha quedado en penumbras. En el grifo, una terrible canción lanza abiertamente un sentimiento de amargura: “¡Ojala que te mueras!” repite el cantante descorazonado. Los muchachos que están ahí se divierten con el desencanto del trovador, lanzado por el moderno stereo de uno de sus autos. Doña Juanita vuelve a lo suyo: el paseo sobre el murciélago.

Al doblar a la izquierda y luego seguir de frente, la señora Juana se topa con la imponente Cruz Papal. Le pide al murciélago, como Dante al alado Minos, que la deposite sobre esa fría estructura, en la parte superior del estribo. Observa que abajo, en la pista, hay movimiento y quiere saber qué pasa allí. Doña Juana, pese a tener problemas para distinguir las cosas, percibe perfectamente los rostros de los muchachos. En la pista, varios jovencitos se han reunido por ser jueves, aunque a estas horas, más que jueves parece viernes. Juana escucha un estridente ronroneo a los lejos, piensa que otra vez son ellos. La sangre vuelve a agolparse en su cuerpo. Sin embargo, no son esos despiadados motociclistas; esta vez, el sonido es expelido por un Toyota Tercel y un Honda Civic.

Christian Ortecho y Alberto Martin Beuermann son los dueños de los carros. El de Christian es pequeño, de color guinda y con un stereo simple. El otro es un Samurai Murciélago, mantiene los 150 Km. tranquilamente…¡todo un fierrazo! Un tacómetro sicodélico marca las revoluciones del motor en el momento en que su dueño presiona delicadamente el acelerador, cuya forma semeja una llamarada.

Doña Juanita está deslumbrada. Suelta sus largas trenzas como si fuera una moderna Rapunzel y aterriza. Hay cuarenta personas en toda la avenida, tienen la piel erizada y parecen brillar en la oscuridad. Están alertas, temen que la guardia blanca les malogre la performance. La anciana se acerca tímidamente al corrillo de muchachos y observa la pista de combate. Una joven de jeans apretados y polo con tiritas es la starter. En medio del Honda Civic y del Toyota Tercel, alza la mano y ellos pisan el acelerador. Ambos carros parten hacia el horizonte. Doña Juana nunca vio semejante show.

Pasada la emoción, la señora Juana intenta hablar con uno de los corredores. Se abre paso entre la multitud y logra llamar la atención de uno de estos neoídolos. Francisco Grüner, dueño de un “batimovil” Toyota Supra de finales de los 90, tiene 21 años y además de los carros, siente fascinación por bucear. La anciana, curiosa por conocerlos, le pregunta qué exigencias demanda ser un piquetista.

“Para serlo –le responde Francisco a la anciana –el requisito, es tener un auto y sentir intensamente el vértigo del fierro. Momentos antes, por cierto, nos reunimos para tomar unas chelitas y definir las condiciones del pique”. La señora Juana ahora sabe dónde y por qué veía un destello amarillo mientras sobrevolaba en el lomo del murciélago.

El pique ha terminado. La rapidez y la furia se han fusionado en una ilusión supersport. Christian, en su pequeño Toyota guinda, ha ganado. Está eufórico y jocoso. Emocionado, abraza a doña Juanita. Ella sonríe nerviosamente y no sabe qué hacer, está cargada de un cúmulo de emociones. Ha descubierto la extraña pasión de estos muchachos por los autos y los piques. Christian le comenta que esta noche hay más gente porque lo hacen de manera ilegal. “Cuando son legales –le informa –los hacemos en el Parque Industrial, pero nadie nos da bola. Hace unos días organizamos piques legales y sólo fueron 10. A los peruanos nos gusta la informalidad, no queremos ser derechos”.

Mientras conversan, Alberto, conocido como Lolo, se acerca a Christian para felicitarlo, pues en los piques no hay rencor. Entre risas y chelas, a doña Juanita se le escapa un pensamiento que los muchachos logran leer. Dentro del globo blanco, una pregunta, resaltada en negrita, pone en duda el espíritu aventurero de estos muchachos. Doña Juana quiere saber por qué estos corredores nocturnos nunca se han aventurado a correr sobre las carreteras. Lolo, que ha leído el pensamiento, le dice que eso es muy arriesgado y peligroso, que pese a ser un hobbie de irresponsables, tratan de mantener sus precauciones. La señora Juana del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar, avergonzada, enrolla su interrogante y se cuida de no decir, ni pensar, cosas que la ridiculicen otra vez.

Son las cinco de la mañana. La doña decide caminar toda la avenida Juan Pablo II, quiere despejarse. Se siente hiperactiva, aunque sólo se limite a transitar. Es hora de volver, pero no llama a su fiel murciélago, pues teme que de pronto amanezca. En el camino, repentinamente un taxista se ofrece a llevarla. “Vamo` abuelita, la jalo por ahí”. La anciana, desolada, pálida y con los ojos emblanquecidos, voltea y asiente con la cabeza mientras se acerca al tico. Van camino al Golf, por San Andrés. Llegan a la avenida Larco y doblan en Fátima. Una vez en Los Ángeles, Juana y el conductor se encuentran con “El Diablo”, otro taxista, amigo del chofer. Se saludan por el Waking Talking y se retan a una carrerita, la última de la noche. Doña Juanita del Pilar se anima, también está lista. Saca de su sostén un par de gafas oscuras, una pañoleta azul marino con puntos blancos y una boina de cuero negro. Coquetona, se los pone. Está lista para su última aventura, los 200km por hora. Sonríe y saca su lengua. Pero al arrancar los carros, unos decepcionantes 80km/h la hacen volver a su triste realidad: va sentada en un tico manejado por un cuarentón que quiere plagiar a los insuperables renegados del Óvalo Papal. A su lado, este de aquí, es tan sólo una patética imitación.

Juana ha llegado a la puerta de su casa, la primera de la cuadra seis de la Avenida El Golf. Los caballeros de la noche también vuelven a sus guaridas. No tienen rostro. Sus damas ronronean por última vez y la doña piensa que, de haber un semáforo en medio de la avenida, seguramente les daría a estos camorristas –a manera de tregua –tres luces blancas: lánguidas, cansadas y rendidas. Doña Juanita del Pilar Pérez de la Fuente y del Solar está en su cuarto echada en su catre triangular. Hace memoria de lo que hoy ha vivido y cierra sus ojos. Está agotada, pero al fin relajada. Intenta dormir. De pronto, se siente cercana al cielo raso, como si éste fuera el piso. Asustada, abre los ojos pero se los tapa con las manos. Entre sus dedos forma una pequeña abertura. Es medio día y afuera brilla la resolana. Doña Juana ha dormido más diez horas.

Publicado en Día30








2 comentarios:

Andrea Fernández Callegari dijo...

¡Excelente! Con esta crónica, te has superado a ti mismo Jimmy. Sigue así, acelerando y avanzando a pasos agigantados (¿o debo decir velocidades?)

Un beso,
Andrea

Ely dijo...

Esta buenazo brother, me encanto.