jueves, 21 de febrero de 2008

Travesía



La madrugada del 27 de enero, cerca al Pasaje Albarracín, el “Negrasho” y el “Gordo Piero” caen abatidos por la policía. Ésta, autorizada para atraparlos vivos ó, mejor aún, muertos, enfrentaron cara a cara a viejos enemigos. El primero era conocido por canibalizar autos y el segundo como extorsionador y asaltante de casas “pitucas”. Ambos proveedores de ese marginal y congestionado tenderete al que todos los trujillanos acudimos sin admitir abiertamente que lo necesitamos: Tacorita.

La travesía comienza en la Gálvez, calle que alberga a vendedores informales de papas, tomates, ropa y comida al paso. Detrás de ellos se encuentra el Mercado Mayorista. Esta vez nos tocó avanzar dos cuadras que se hicieron interminables debido al tráfago de gente y autos. Dentro del nuestro, un tico amarillo con un letrero que dice Thalía (quizá por la mexicana), el chofer sintoniza RPP. Raúl Vargas especula sobre los beneficios que obtendría Fujimori si Vladimiro y De Bari Hermoza se acogen a su derecho al silencio. Afuera, se impone la silenciosa pared de un edificio donde alguien, con letra Palmer y adornos barrocos, ha escrito: “La verdad es el único camino para la libertad”.

Pasadas las infernales cuadras y doblando a la izquierda, nos encontramos cara a cara con la extensa Avenida Los Incas. A lo lejos, se observa imponente el cerro del Porvenir. Frente a la Gonzáles Prada y a la derecha de Los Incas, un enorme letrero metálico de la Phillips atraviesa la calle de vereda a vereda. En el centro, nuevamente con letra Palmer, una frase de bienvenida nos informa que hemos llegado al Emporio Albarracín.

Recorrer sus calles y conocer sus mitos será toda una aventura. Para ello, me acompaña Manuel, un experto de la vida tacorina. Hoy está vestido con un pantalón color gris, camisa verde petróleo, zapatos y medias negras, y su clásico anillo de oro en el anular derecho. Su oficio, declara sonriendo, es ser hoy mi cicerone.

El largo pasaje se hace evidente desde las viejas “porteras”, dueñas de sus parrillas de hojalata. Estas matronas de la cocina te miran fijamente a los ojos, como escudriñándote, te dan respuestas cortantes y por lo general se llaman Vicky, Carmen, Lucy o María. En el menú, el plato favorito es el “paticucho”. El contenido de éste provocativo menjunje es una mezcla de patas de pollo (sin uñas, asegura la cheff), sal, pimienta, mucho comino y una permanente abrasada en aceite reciclado. Lejos del mimado primer puesto, una matrona regordeta, y menos creativa, vende a los ávidos transeúntes riñones bañados en una especie de “salsa inglesa”.

La tarde no puede estar mejor. El día de hoy las nubes cargadas obstruyen el paso de los insoportables rayos solares y la brisa refresca – e incluso enfría- el cuerpo de este caminante, viejo odiador del verano.

En las calles de Tacora, hay un ir y venir apresurado de personas. Algunos hombres cubren sus miradas con gafas oscuras, caminan con las manos en los bolsillos – manoseando quizá, alguna daga filuda-, muestran “adornos faciales” y tatuajes de distintos diseños (nombres, santos conocidos y aun números de serie). Algunas mujeres andan con el seno al descubierto cerca a la boca de un niño. La estrada alberga además, en una terrible congestión, a compradores, vendedores, revendedores, artesanos y curiosos. A estos últimos, los malandros tahúres los conocen con el despectivo nombre de “sapos”.

Una travesía en Tacora llega a ser extenuante, incluso mortífera. Las primeras cuadras están saturadas por pequeños puestos ambulantes. En estos, por lo general, graciosas anfitrionas ofrecen celulares y sus piezas. Más allá, técnicos electrónicos reparan artefactos de antaño, como televisores de 14 pulgadas, pantalla en forma de huevo, a tres colores y con la manija redonda para cambiar canales; incluso, aseguran dejar como nuevos: zapatos, planchas, cocinas y hasta VHS y Betamax. Jacinto Pérez, un viejo artesano de la primera cuadra del pasaje Albarracín, además de tener tatuado el número ocho en su pulgar derecho, afirma tener 60 y ser un experto en la talabartería, pues los viejos zapatos los deja listos para caminar, incluso, sobre vidrio quebrado.

Si nos adentramos un poco, ingresamos al paraíso de todo aquel que quiera ser un empresario de éxito, ahora que este espejismo está tan de moda. En esas cuadras, se encuentra literalmente de todo: picos, carretillas, hachas, martillos, autopartes, repuestos de tractores, carritos sangucheros, bicicletas, motos, nintendos, play stations, relojes, lentes oscuros, ropa, gafas para ver de cerca y de lejos, refrigeradoras, maquinaria de industria pesada, hornos para abrasar pollos e incluso, si haces pedidos previos, toda la parafernalia para un soñado restaurant.

No cabe dudas, pues, que Tacora es un zoco de compra y venta de cosas inservibles pero que, de un momento a otro, pueden volverse necesarias. Los vendedores, con recelo y cuidado, ocupan sus puestos desde tempranas horas de la mañana, concluyendo su jornada al anochecer. Los más “moscas” han construido un edificio de dos pisos. En el, la primera planta primero, es distribuida para baños públicos y un comedor con apetecibles platos típicos: hoy, por ejemplo, se ofrece mondonguito acompañado de un vaso de maracuyá, como refresco, y un plátano de la isla como postre. El segundo nivel es compartido por dos grupos de pequeños empresarios: uno de estos, el de Víctor Meléndes, tiene tres mesas de billar en las que se cobra un sol por una hora de juego. El otro, es el taller de una pareja que ofrece simpáticos objetos tallados en madera. En su diminuto mostrador, sonriente, se exhibe la mandíbula de un pequeño tiburón. Rosita, la esposa del dueño, cuenta que su marido lo ganó en un viaje a Sullana, el 98. En esa época, debido a la Corriente del Niño, era casi normal que el mar norteño arrojara extraños especimenes dignos de colección, como éste.

Los vendedores, al igual que los objetos de su mercadería, tienen historias singulares. Se cuenta que allí es posible encontrar ceramios y hermosas chaquiras que alguna vez adornaron a un poderoso emperador. Otros afirman que los estudiantes de medicina pueden encontrar cráneos de todo tamaño y grosor, de niño, de adulto, de hombre o de mujer. Sin embargo, ninguna historia es tan interesante como la de quienes trabajan en la cuadra 10 de Balboa. Aquí, los expertos en autopartes alardean tanto de su eficacia, que dicen ser capaces de encontrar la pieza, el repuesto, el motor e incluso la placa original de cualquier marca de carro. Todo consiste en “datear caleta” el sitio donde los pueden “encontrar”. Así, en menos de 24 horas, si es que tienes los mangos suficientes en el bolsillo, puedes recuperar el espejo de tu Ford, tu equipo Sony, la placa de tu Wolswagen y hasta transformar a tu Tico en un elegante Peugeut.

Aquí, en Albarracín, los protagonistas de estos bulliciosos negocios alguna vez pasaron por El Milagro. Son los llamados “Taytas”, amigos de los “Burros” “Choros” ó “Pirañas”. Pertenecientes a esa fauna, cada tarde estos personajes son las estrellas al encabezar, con diversas proezas, los titulares de El Satélite.


Publicado en día30

3 comentarios:

L. M. Armas dijo...

Estupendo, te quedó muy bueno...

Este tipo artículos, sobre el trujillo "truculento", me gustan...

Mejoras a pasos agigantados.

Salu2

Andrea Fernández Callegari dijo...

Nadie pondría en duda que Tacorita es uno de los lugares más "visitados" de la ciudad (tal vez porque ahí encontramos lo que ya no tenemos).
Me gustó la forma como describes tu recorrido, muy descriptivo y preciso con los detalles.
Es como si hubieras pintado un cuadro, pude ver los lugares mientras leía.

Cariños,
Andrea.

María José dijo...

Toda ciudad tiene su "tacorita", y por qué no Trujillo.Muy buen relato de tu visita al lugar de todos. Felicitaciones, cada vez mejoras.