La empresa privada, en muchos aspectos, conlleva siempre a debates encontrados y conclusiones que, sin querer, rondan las zonas de la metafísica. Por ejemplo, podríamos hablar del sano y biológico deseo lúdico estampado en la compleja composición genética del ser humano: característica común entre nuestros parientes cercanos, los animales mamíferos.
Umberto Eco, un semiólogo de alguna parte de este convulsionado mundo, en uno de sus artículos* habla del placer por ejecutar este deseo. Realizar algo por querer hacerlo, sin obligaciones de por medio, es un ejercicio que relaja la mente y permite desarrollar la creatividad intelectual. Por ello, las sociedades reservaron un espacio anual para dedicarle un tiempo absoluto a esta acción: en algunas sociedades, este espacio temporal se conoce como carnaval y en todas, la condición para dar paso a realizarlo es celebrarlo una sola vez e intensamente, pues la constancia castra el goce de dicha acción.
Nuesta civilización, formada a partir en 1989 -año en el que nace un nuevo periodo socioeconómico -manifiesta una situación extraña para quienes más o menos escanean con cierta constancia el devenir del ser humano: hombres y mujeres comenzamos a carnavalizar nuestras vidas. Esto no significa, como se entendería en un cándido raciocinio, trabajar menos y divertirse (holgazaneando) más, sino que los hijos del neoliberalismo hemos hecho de nuestras horas laborales y de toda nuestra vida un carnaval.
Vivimos en un carnaval las horas enteras que nos pegamos a un televisor, recibiendo resúmenes oníricos de nuestra realidad y grandes dosis de sicodélica fantasía. Son carnavelezcos los chats que realizamos a escondidas y oscuras, creándonos un mundo inexistente en el que somos más hermosos y estúpidos. Disfrutamos de esta pachanga cuando nuestros pulgares derraman toneladas de relaciones ciberbobopersonales tejidas por frasecitas que se manifiestan a través de pequeñas ratas polifónicas, resumiendo a través de jeroglíficos limitados ¿cómo estás? o ¿qué estás haciendo?
Se han carnavalizado también los elementos que forman el carnaval, cuando el juego dejó de ser una antítesis al trabajo, industrializándolo, saturándolo y dejando el placer lúdico en segundo plano: actualmente, ya no interesa el deseo de distracción, que tranquilamente puede saciarse con dos o tres chapitas, un trompo o una bicicleta bajo una quebrada. Ahora, la prioridad es el antes, durante y después de aquella masturbada cerebral que redefine al juego y que tanto los mocosos, como los mayorcitos, nos damos enfermas sesiones dentro de aquellos aparatos mecánicos, tragaderas de químicos y consumismo que nos deja, finalmente, tan vacíos y ansiosos de más, que cuando lo estábamos al principio.
No obstante, la humanidad, que siempre tiene ases bajo la manga, logra mutar sus costumbres, adaptarse e incluso, sacarle provecho a situaciones duras. Quién sabe, en algún momento el trabajo dejará de ser represivo e injusto y finalmente obreros y campesinos vayan al cielo en un colorido corso, pues con una religión hecha carnaval, hasta dios puede vacilarse aunque tenga barbas y cabellos color blanco –recordemos que el “papa santo” lo hizo con una colombiana de ombligo sexy y el Opus Dei no se dio de puñetazos en el pecho–.
De momento, los trabajadores de este parque de diversiones mundial, fundado en 1989, se sienten los más importantes en sus empresas porque son aplaudidos, fotografiados y tienen en su agenda cibernética los correos de miles y miles de parejas que les hacen llamadas mediante apodos realzantes de inexistentes atributos, agenda que se la "empujó" la empresa telefónica vecina a la que trabaja, sin importarle que este pobre diablo tenga un contrato de tres meses, un horario de medio tiempo, prohibición el sindicato y un sueldo de 600 soles mensuales por seis días de trabajo. Incluso, en nuestros gloriosos días, el abuso ha sido carnavalizado.
Para finalizar, es justo meditar acerca del lema que, según la Coney Park, rige sus prioridades: “Sana y segura diversión familiar”. Mediante esta frase, saltan como canchita caliente ciertas dudas al respecto, ya que resulta difícil encontrar los parámetros de sanidad y los niveles de seguridad en un juego que despedaza gente como si se tratara de podar el jardín o en un bullerío atroz que sólo deja más aturdidos a los niños: sería bueno descubrir la mejora de la comunicación familiar en un espacio donde cada uno escoge un juego individual que más que juego, resulta ser un planeta que escurre cerebros para que luego de la sesión quede aún menos que decir.
Pues bien, de no existir una garantía de sanidad ni seguridad, entonces habrá que tener mucho cuidado al salir de casa. No vaya a ser a que después de haber saltado a la práctica literal de un viejo chiste en el que un fulano se acerca insinuante a una mengana y le pregunta: “señorita, ¿qué hará después de la orgía?”, saltemos a un futuro y trágico refrán en el que un pequeño se acerca airado a otra pequeña y le pregunta: “habla pes tía ¿qué harás después de dinamitar tu cole?”.
*El artículo del semiólogo que proviene de alguna parte de este convulsionado mundo se llama “Del juego al carnaval” y está adjunto, a muchos otros, en su libro “A paso de cangrejo”.
martes, 2 de marzo de 2010
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1 comentario:
Ellos ganan 700, en otras empresas menos de 500, o.O ese no es el piso de los sueldos aún.
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