martes, 24 de marzo de 2009

Existo, luego estudio

La educación es un vehículo de movilidad pero también el espacio donde se manifiestan de manera descarnada las diferencias. Por esa razón, a veces el contenido de una lonchera dice más que los cálculos sesudos de los economistas sobre la realidad del país.

Las casitas del barrio alto, con rejas y antejardín, tienen una preciosa entrada de auto que siempre espera un Peugeot. A las siete y diez de la mañana, la gruesa puerta de caoba se levanta automáticamente y con elegante destreza retrocede la preciosa máquina gris que, al hacer ruido, enfatiza su modernidad.

Llegado el momento, el conductor lleva de la mano a su minúsculo clon por las instalaciones del prestigioso colegio Alexander Fleming. El chicuelo trae sobre sus hombros una ligera mochila que enfatiza la tendencia deportiva del papá. En su gruesa mano, papi sostiene una amplia lonchera blanquiroja –de ésas que se llevan al picnic –que sugiere al escuincle un emocionante día de largas horas escolares.

Mateo tiene siete años y está en segundo grado. En el enorme umbral que separa la libertad de la opresión, un extraño ser de cabello largo y castaño, jeans holgados y lentes de lunas flotantes le da la bienvenida. Mateo alza la mirada y descubre que entre los dientes de su nueva miss, hay una extraña sustancia verde acumulada. El infante, aterrorizado, aprieta el brazo de su papi e intenta refugiarse en él.

La miss Patty intenta animar al llorón; abre inmensamente los ojos y labios para saludarlo y le asegura tener un día espectacular: papi es cómplice de la mentira y anima a la víctima ir a la cámara de tortura. La maestra de ojos desviados se ruboriza cuando papi, muy galán con esos lentes oscuros, le aprieta la mano y se despide de ella.

En su lonchera blanquirroja, bajo la sigilosa supervisión de mami, la nana María le ha puesto a Mateito una manzana comprada en Wong, una leche chocolatada marca Gloria y un sandwich triple de pollito deshilachado con mayonesa, duraznos de lata y jamón con queso. Además, dentro de su moderno termo que mantiene la temperatura del líquido por varias horas, una refrescante limonada le calmará la sed cuando el muchacho haya sido víctima del asfixiante calor.

Condenados por la campana


El recreo es el momento en el que los niños se integran verdaderamente entre sí. Los pequeñuelos empiezan a hacer grupos con otros infantes que comparten sus preferencias, inclinaciones y gustos. Es así como durante esta pequeña catarsis, diminutos cuervos se dedican a sacarse los ojos satisfactoriamente brutales y en el más perverso descaro.

Los demonios clavan afilados puñales sobre la espalda de sus compañeros. Les encanta ostentar la anchura de los bolsillos de papi y la belleza de mami. Se jactan de las veces que visitaron ese extraño pueblo llamado Miami y enfatizan el neo feudalismo que papi realiza desde su BlackBerry mientras va en su Hammer a trabajar.

Por fortuna, los alumnos del Ramón Catilla no pueden alienarse con una afeminada situación. Estos jóvenes están preocupados por otros asuntos, otras responsabilidades.

Los recesos de la escuela militar han sido reducidos a silenciosas caminatas durante unos minutos. En estos periodos, si son astutos, pueden hacer una que otra relación con personas de su mismo sexo; después de todo, son muchachos.

Las loncheras, en esta escuela, han sido reemplazadas por contundentes platillos. A las seis y diez de la mañana, los jóvenes están listos para desayunar. Cada estudiante consume diversos platillos; puede ser avena, jugo de leche, panes o frutas. La elección, no obstante, es realizada por un superior.

En el comedor, un simple cuarto repleto de mesas y sillas grupales, se ubica a los jóvenes según su cuadra. La cuadra es el color distintivo que se da a cada grupo de jóvenes, según el grado escolar en el que se encuentren. Sin embargo, en una mesita exclusiva y aislada, los brigadieres desayunan silenciosamente mientras que la plebe estudiantil los contempla y les reza una que otra oración.

Los jóvenes cadetes viven recluidos el 90% de su adolescencia en el colegio militar Ramón Castilla. Ahí, los muchachos aprenden a odiar a los chilenos por el simple hecho de serlo y los maestros, intoxicados de oxidados valores, sufren delirios orgásmicos al fantasear con la descarrilada idea de formar idiotas que se enreden con su bandera o asesinen a sus hermanos.

En las aulas, minúsculas bombas de tiempo esperan que sea la hora para reventar y repetir atrocidades similares a la Putis –123 campesinos violados y asesinados por los militares –o en Santillana –50 civiles asesinados por tropas de la marina – ¡mataremos huanacos porque sí!

Los cadetes disfrazarán la problemática social con ensordecedores fusiles. Los otros, los rubiecitos del barrio alto, ignorarán al indio, al que jode, al postergado, con la bulla de sus aparatejos alienantes. Durante las tardes, mientras realicen algún Science Project, recordarán lo apestosos e insoportables que pueden ser. Sin embargo, no considerarán que, tal vez, la señora que día a día los vigila sea tan apestosa e insoportable como todos los demás.

La verdadera comezón

En Trujillo, el submundo se encuentra sobre la ciudad. En un enorme y árido cerro está el distrito de El Porvenir. Dentro de éste, se esconden a la vista de foráneos los diversos grupos de viviendas más pobres de la ciudad. Entre ellos, están los distritos de Víctor Raúl y Alto Trujillo e incluso, el asentamiento humano Túpac Amaru, uno de los tantos que abruma la vista de dicha montaña.

Gladys Mata vive en Víctor Raúl. Ella tiene dos hijos, Zoila Vega de diez años y Bryan Esteban de uno. Actualmente, ninguno de los dos niños va a la escuela ya que Zoila no tiene los cuadernos para comenzar en su nuevo centro educativo, donde supuestamente recibirá atención personalizada debido a su hiperactividad. El segundo, según su madre, lloraba demasiado porque se sentía solo.

Mata cuenta que durante el periodo de escuela, le enviaba a Zoila pan con huevos fritos, frutas y agüita de algo, todo esto empaquetado en una bolsa transparente. En el caso de Bryan, por ser pequeño, con la leche era suficiente.

Su vecina, la señora Rosa Mattos, dice que a su hija Kimberly, de doce, le da un sol diario para que se pueda alimentar. En el kiosco de su escuela el Leoncio Prado, una señora regordeta vende ceviche, arroz, papas, tallarines y refrescos por sólo un sol.

Últimamente, Pilar Rojas, que vive en el asentamiento humano Túpac Amaru, está ajustada con las cuentas que debe pagar. Afirma que matricular a su hijo le ha costado cerca de setenta soles, ya que la matrícula ha costado cincuenta soles, la bacante de matrícula, siete soles cincuenta, la libreta cinco y otros cinco más que el director no especifica la razón del gasto.

Doña Pilar, de cuarenta años, tendrá que pagar callada las cuentas que suman cada vez más. Nunca podrá reclamar ni exigir, pues vive en una incómoda posición. No conoce sus derechos y sus hijos tampoco, porque es mejor y más fácil vivir así. Los hijos de la doña y de todas las otras del tercer mundo estarán condenados a integrarse al tirano mundo clasista en el que actualmente vivimos. Después de todo, si no existiera un Porvenir ¿Dónde lavaríamos nuestras consciencias los chiquillos buenos de las escuelas y universidades de tiernos valores católicos?

Último texto publicado en Día30

2 comentarios:

Ely dijo...

Wow...
triste el final :/
me gusto :D

sisi madeline dijo...

Amigo esa es nuestra realidad, pero ahora que sabemos eso, ¿Acaba aquí el cuento?