La mañana del miércoles, José despertó para ir al colegio. Desde su ventana, algunos rayos solares, propios de la primavera, se han asomado hasta su cama. Se levanta y se asea con rapidez, pues pronto las siete serán. Ya con su uniforme blanquigris, toma rápidamente una contundente taza de leche con avena y se atraganta dos panes con mantequilla. Alarga el paso para poder coincidir con la parada del micro, el mismo que lo dejará dos cuadras antes de su colegio. Al doblar en la esquina de la calle San Salvador, su calle, se queda pasmado tras descubrir que, sobre el abandonado arenal, un enorme collage de coloridas lonas crean una carpa: el circo Royal, de la nada, ha aparecido.
Es la primavera del 97. José Teran tiene doce años y está en sexto grado de primaria. Al medio día, regresa a casa luego de terminar su jornada estudiantil, vive en la Esperanza. En medio del camino, un enorme parlante, que es transportado sobre un tico amarillo, se cruza con él mientras chilla un extravagante anuncio: “El gran circo, vengan a ver el gran circo. Estará el burro que sabe contar, la niña que se puede doblar, los payasos que no saben bailar…” José, inquieto, ansía el fin de semana. Los días siguientes, aún sacrificando su lonchera, ahorra el sol cincuenta que se necesita para poder entrar.
A las veintidós horas del sábado, el circo Royal anuncia, a través de un pitazo, su primera y única función de la noche. José está ansioso y se encuentra con dos de sus amigos, Carlos y Luís. A las veintitrés, con sólo quince personas, el grupo circense anuncia el inicio de su espectáculo, deteniendo la vieja cinta del cantante español Raphael. Para José, el coro de “Mi gran noche” (…qué pasará, qué misterios habrá, puede ser mi gran noche…) es un preámbulo a lo que va a ocurrir. Sobre el pequeño escenario, que tiene como suelo el pampón, aparece un descolorido payaso que a su vez, es domador de perros. Sus pequeños y lampiños chiguagüeños, tras las órdenes, hacen salerosas monadas que entretiene al inquieto público. Luego del espectáculo –caminatas a dos patas, saltos sobre bancos y sillas, y algunos ladridos –los lánguidos cuadrúpedos se esconden detrás del telón para dejar a su amo el escenario libre.
Si en cualquier circo los payasos valen a los cortes comerciales de la televisión, en el circo Royal –único en su especie – estos corresponderían a la telenovela de las siete; y ya que el circo se caracteriza por la improvisación, acá, la fuente de los chistes es la propia instalación. “Para mi siguiente acto –dice un payaso cuarentón y regordete –voy a necesitar la participación de un niño… varón”. Un escuálido mocoso es jaloneado por el pintarrajeado viejo y empujado por su madre, otra vieja regordeta. El payaso interroga al muchacho para tomarle el pelo. Ventajosamente, el niño es lento y retraído, por lo que es fácil encontrar chistes que tienen una estructura humillante. Luego de haber burlado la torpeza del mocoso, cuyo nombre es Jeison, el colorido adefesio toquetea a su antojo al enclenque con el pretexto de encontrar, según él, su pito; Jaison se anima a reír contagiado por la risa del público y además, por las cosmiquillas que siente en la entrepierna. Terminado el acto, el payaso Richi hace una ridícula venia, le da la mano al muchacho y, con la misma, despeina su cabellera y le indica, con una palmada en trasero, que puede irse. Su madre se pone de pié, está orgullosa: su pequeño crío ha sido toda una estrella.
El mejor acto, al criterio de José, está por comenzar. Una chiquilla mulata y de traje de baño anaranjado, realiza, al ritmo de Una fan enamorada (versión balada), trucos gimnastas. Para este acto, la muchacha ha instalado con un tablón de madera y una dorada mesa, su pequeño escenario. El público, alborotado por semejante show, lanza silbidos y besos a manera felicitación. Terminada la canción, la curiosa adolescente efectúa una sensual venia y lanza besos mientras intenta desaparecer entre el telón.
Para cerrar con broche de oro, el payaso Richi presenta a su discípulo, el payasito Tripita. Este comediante, flaco y largo, utiliza a toda la gente para debutar su acto. Hace ridículas comparaciones, acentuando la fealdad, gordura, flacura y defectos de los no muy voluntarios, pero jocosos, participantes; jalonea y husmea un par de caballeras infantiles, piropea una que otra muchachita y para cerrar su acto, busca un pretexto para hacer de marica y lograr piropos de lo novios.
La función ha terminado, ha durado una hora. José siente que ha estado en un mundo onírico. Los actores, actrices y animales salen para recibir aplausos. Luís, amigo de José, ha quedado deslumbrado con el burro que sabe sumar: no entiende cómo lo ha logrado.
Diez años después, José, informado por una deslumbrante publicidad televisiva, volverá al circo. Se anima a pagar tres soles, pues ya dejó de ser niño hace mucho. El espectáculo será el mismo, aunque quizá haya perdido un poco su magia. El circo Royal se ha modernizado. Ahora, para crear intriga entre los espectadores, han cambiado al viejo y afeminado Raphael por un moderno Reggeaton. Los chiguaguas son otros, los anteriores se perdieron; los payasos están más viejos y jorobados y, la tierna gimnasta, está menos flexible. José intenta pensar que la magia se ha escapado de él, que es la adultez lo que lo hace tan crítico, que quizá, los abrumadores problemas lo impiden imaginar. Intenta darse otra oportunidad. Al ser anunciado el burro que sabe contar, sus opacos ojos se vuelven brillosos y se llena de ansiedad. Esta vez, el público le preguntará las operaciones matemáticas. Pocos segundos después, sin embargo, se encuentra en medio del escenario un tipo disfrazado de la marketeada bestia. José cree que hay una equivocación. Trata de fomentar una protesta, pero es frenado al ver que el convencido público, lanza al embustero primitivos ejercicios matemáticos. El seudo burro, en algunos ejercicios se equivoca; tal vez, después de todo, no ha sido muy grande la estafa.
El espectáculo ha terminado y José es el único en la tribuna. Se dirige lentamente hacia la salida, está pensativo, intenta asimilar la repentina y dura decepción. Ya afuera y a un lado del circo, unos trapos recién tendidos le llaman la atención. Trata averiguar qué es. Estos se mueven. Se acerca lentamente y al jalar el más grande, descubre que un tipo besa desesperadamente a la no tan tierna gimnasta. Él ha manchado su rostro con lápiz labial. Tiene sus párpados salpicados por el delineador, mira de reojo al inoportuno muchacho. José, ha quedado impresionado. Ha entendido, de la forma más cruda, que su fantástico sueño, siempre fue un circo bizarro.
Es la primavera del 97. José Teran tiene doce años y está en sexto grado de primaria. Al medio día, regresa a casa luego de terminar su jornada estudiantil, vive en la Esperanza. En medio del camino, un enorme parlante, que es transportado sobre un tico amarillo, se cruza con él mientras chilla un extravagante anuncio: “El gran circo, vengan a ver el gran circo. Estará el burro que sabe contar, la niña que se puede doblar, los payasos que no saben bailar…” José, inquieto, ansía el fin de semana. Los días siguientes, aún sacrificando su lonchera, ahorra el sol cincuenta que se necesita para poder entrar.
A las veintidós horas del sábado, el circo Royal anuncia, a través de un pitazo, su primera y única función de la noche. José está ansioso y se encuentra con dos de sus amigos, Carlos y Luís. A las veintitrés, con sólo quince personas, el grupo circense anuncia el inicio de su espectáculo, deteniendo la vieja cinta del cantante español Raphael. Para José, el coro de “Mi gran noche” (…qué pasará, qué misterios habrá, puede ser mi gran noche…) es un preámbulo a lo que va a ocurrir. Sobre el pequeño escenario, que tiene como suelo el pampón, aparece un descolorido payaso que a su vez, es domador de perros. Sus pequeños y lampiños chiguagüeños, tras las órdenes, hacen salerosas monadas que entretiene al inquieto público. Luego del espectáculo –caminatas a dos patas, saltos sobre bancos y sillas, y algunos ladridos –los lánguidos cuadrúpedos se esconden detrás del telón para dejar a su amo el escenario libre.
Si en cualquier circo los payasos valen a los cortes comerciales de la televisión, en el circo Royal –único en su especie – estos corresponderían a la telenovela de las siete; y ya que el circo se caracteriza por la improvisación, acá, la fuente de los chistes es la propia instalación. “Para mi siguiente acto –dice un payaso cuarentón y regordete –voy a necesitar la participación de un niño… varón”. Un escuálido mocoso es jaloneado por el pintarrajeado viejo y empujado por su madre, otra vieja regordeta. El payaso interroga al muchacho para tomarle el pelo. Ventajosamente, el niño es lento y retraído, por lo que es fácil encontrar chistes que tienen una estructura humillante. Luego de haber burlado la torpeza del mocoso, cuyo nombre es Jeison, el colorido adefesio toquetea a su antojo al enclenque con el pretexto de encontrar, según él, su pito; Jaison se anima a reír contagiado por la risa del público y además, por las cosmiquillas que siente en la entrepierna. Terminado el acto, el payaso Richi hace una ridícula venia, le da la mano al muchacho y, con la misma, despeina su cabellera y le indica, con una palmada en trasero, que puede irse. Su madre se pone de pié, está orgullosa: su pequeño crío ha sido toda una estrella.
El mejor acto, al criterio de José, está por comenzar. Una chiquilla mulata y de traje de baño anaranjado, realiza, al ritmo de Una fan enamorada (versión balada), trucos gimnastas. Para este acto, la muchacha ha instalado con un tablón de madera y una dorada mesa, su pequeño escenario. El público, alborotado por semejante show, lanza silbidos y besos a manera felicitación. Terminada la canción, la curiosa adolescente efectúa una sensual venia y lanza besos mientras intenta desaparecer entre el telón.
Para cerrar con broche de oro, el payaso Richi presenta a su discípulo, el payasito Tripita. Este comediante, flaco y largo, utiliza a toda la gente para debutar su acto. Hace ridículas comparaciones, acentuando la fealdad, gordura, flacura y defectos de los no muy voluntarios, pero jocosos, participantes; jalonea y husmea un par de caballeras infantiles, piropea una que otra muchachita y para cerrar su acto, busca un pretexto para hacer de marica y lograr piropos de lo novios.
La función ha terminado, ha durado una hora. José siente que ha estado en un mundo onírico. Los actores, actrices y animales salen para recibir aplausos. Luís, amigo de José, ha quedado deslumbrado con el burro que sabe sumar: no entiende cómo lo ha logrado.
Diez años después, José, informado por una deslumbrante publicidad televisiva, volverá al circo. Se anima a pagar tres soles, pues ya dejó de ser niño hace mucho. El espectáculo será el mismo, aunque quizá haya perdido un poco su magia. El circo Royal se ha modernizado. Ahora, para crear intriga entre los espectadores, han cambiado al viejo y afeminado Raphael por un moderno Reggeaton. Los chiguaguas son otros, los anteriores se perdieron; los payasos están más viejos y jorobados y, la tierna gimnasta, está menos flexible. José intenta pensar que la magia se ha escapado de él, que es la adultez lo que lo hace tan crítico, que quizá, los abrumadores problemas lo impiden imaginar. Intenta darse otra oportunidad. Al ser anunciado el burro que sabe contar, sus opacos ojos se vuelven brillosos y se llena de ansiedad. Esta vez, el público le preguntará las operaciones matemáticas. Pocos segundos después, sin embargo, se encuentra en medio del escenario un tipo disfrazado de la marketeada bestia. José cree que hay una equivocación. Trata de fomentar una protesta, pero es frenado al ver que el convencido público, lanza al embustero primitivos ejercicios matemáticos. El seudo burro, en algunos ejercicios se equivoca; tal vez, después de todo, no ha sido muy grande la estafa.
El espectáculo ha terminado y José es el único en la tribuna. Se dirige lentamente hacia la salida, está pensativo, intenta asimilar la repentina y dura decepción. Ya afuera y a un lado del circo, unos trapos recién tendidos le llaman la atención. Trata averiguar qué es. Estos se mueven. Se acerca lentamente y al jalar el más grande, descubre que un tipo besa desesperadamente a la no tan tierna gimnasta. Él ha manchado su rostro con lápiz labial. Tiene sus párpados salpicados por el delineador, mira de reojo al inoportuno muchacho. José, ha quedado impresionado. Ha entendido, de la forma más cruda, que su fantástico sueño, siempre fue un circo bizarro.
Publicado en Día30
1 comentario:
Hola, tal vez esta vez la inoportuna sea yo: pero tan sólo una pregunta sospechosa :) ...¿sí?
¿José, eres tú?
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