martes, 16 de diciembre de 2008

Los exiliados del sur

Poeta de tierras y rimas,
vete a vivir a la selva
y aprenderás muchas cosas
del hachero y sus miserias
(Atahualpa Yupanqui – El Poeta)

Llegó desde Chimbote, para huir de su padre. Pancho Mendoza, aún no dejaba de ser niño, cuando tuvo que hacerse hombre. En Trujillo, una tierra desconocida por él, decidió comenzar el relato de su verdadera historia. Una leyenda en donde la andada y el divago, fueron sus redundantes.

Su infancia transcurre en los años cincuenta, en Chimbote; allí, en medio de fábricas y pescados, pasa quince años al lado de su padre. En el 65, cansado de la opresión y violencia de este, decide huir a Trujillo y encuentra trabajo en la fábrica de zapatos de un tío suyo. Paralelo a sus labores, Pancho decide estudiar artes marciales. En pocos meses, este forastero se enamora de la hija de su entrenador y es ahí donde comienza su aventura. Victoria, sobrina de este personaje, recuerda que una mañana Pancho tocó la puerta de su casa. Al lado de él, se encontraba su novia y en las entrañas, un pequeño de tres meses. Estuvieron escondidos en casa de ella por un tiempo y un día, sin dejar rastro, simplemente desaparecieron: “Yo sólo escuchaba la conversación de los adultos y fue así como me enteré que tiempo después, mi tío fue separado de su esposa e hijo, debido a la histeria de su suegro”. Recuerda Victoria, que en esa época tenía solo seis años.
En las siguientes décadas, Pancho Mendoza se pasaría la vida vagando en busca de su esposa e hijo. En una de sus paradas, este dolido andante, conoció a un grupo de músicos en Ayacucho. Ahí, en la “tierra de los muertos”, Pancho aprende a tocar la quena y a la par, conoce las dolencias de los campesinos. Años más tarde, el dolido andante se convierte en un trovador de la explotación agraria, la ignorancia en las montañas y el abuso a los obreros.


Algo se está cocinando
Recitan en el campo: “hemos cambiado a los reyes por dictadores y ellos, a esclavos por nosotros”. A principio del siglo, América del Sur gozaba de las virtudes que adquirió con un nuevo estilo de vida emancipado. No pasó mucho tiempo para que los burgueses encontraran una mejor estrategia opresora contra los más débiles, sus servidores. De ahí que la historia contemporánea de los sureños estaría marcada por longevos dictadores; Chile y Argentina fueron países famosos por este estilo de gobierno, quizá porque la estrategia de sus tiranos era muy parecida a la de Europa, el fascismo. Sin embargo, en medio del disturbio y la parcialidad –y tal vez, gracias a ello –nacieron grandes trovadores que, debido a un pensamiento contrario al feudalismo, estuvieron constantemente amenazados de ser exiliados e incluso, matados.


En 1932 llegó a Santiago una pequeña nativa de la Provincia de San Carlos, se ha instalado en la calle Edison, comuna de la Quinta Normal. Violeta Parra ha decidido que ofrecerá su vida al canto y la prosa. Trabaja con sus hermanos en los boliches de los barrios El Tordo Azul, El Mapocho y El Popular. Allí, interpretan ritmos de diversas nacionalidades, todos, sin embargo, de la profundidad americana. Para el 52, divorciada y con dos hijos, Violeta Parra asume la labor de recopilar todas las prosas y tonadas, propias de su país. Fue quizá su condición la que la impulsó a continuar una labor creativa. En esas andanzas, conoce a diversos poetas, entre ellos, Pablo Neruda y Pablo de Rokha.

Para el final de los cincuenta, Violeta era conocida en Polonia, Francia y la Unión Soviética. En este periodo, se interesa fuertemente por los problemas sociales. En temas como “Yo canto a la diferencia” y “Versos por desengaño”, critica fuertemente la opresión de la burguesía chilena, la desunión entre los pueblos y el nacionalismo como elemento adormecedor: “Les voy a hablar en seguida de un caso muy alarmante. Atención al auditorio que va a tragarse el purgante. El pueblo amando a la patria y tan mal correspondido. La bandera de testigo”.

Entre los años 60 y 65, Violeta Parra reside en Paris y ahí conoce al antropólogo suizo Gilbert Favre, el último amor de su vida. En este período, Violeta se dedica a la pintura, la poesía y la escultura. A su regreso, prepara un proyecto improvisado de instrucción musical: años atrás, anduvo en todos los rincones de Chile, enseñando a tocar el charango, la guitarra y la quena. A través de la música, transmitía coplas y ritmos autóctonos, rescatando siempre el sonido del Sur. Sin embargo, la idea de crear un centro folclórico se desmorona y la sensibilidad de Violeta también. En 1966, Violeta, en un carro de olvido, decide pa`l norte rodar. Ahí encuentra a Favre, con una nueva vida y otra mujer. Al año siguiente, Chabuca Granda le dedica una canción y antes de presentarla, con una prosa, su muerte narró: “Violeta era una señora mayor que yo seis años y se enamoró de un joven de la edad de mi segundo hijo. Cuando este joven suizo, quenista, abandona a Violeta. Violeta que no sabía que un artista está condenado a la soledad, pero teme saber disfrutarla, se fue a Bolivia y en La Paz, se dio un tiro. Dicen… que con su cabeza, quebró su guitarra…”.

Los payadores perseguidos

Al norte de Buenos Aires, en El Campo de la Cruz, un grave murmullo se oye venir. Es el último día del primer mes de 1908, Héctor Chavero ha nacido. Su madre, heredera del mundo ibérico, es vasca. Su padre es nativo de Loreto, una ciudad ubicada en la provincia de Santiago del Estero. Argentino de pura sepa, quechua de corazón.

El autor de las coplas más simples y sin embargo, más profundas, es púdico. Se entrega poco. Su vida está en su obra, suele puntualizar. En sus canciones, la poesía y el sonido se vuelven pareja. La soledad y la protesta, hermanos.

Los primeros años de Héctor fueron vividos en Agustín Roca, un pueblo de su provincia natal. Ahí, su padre trabajaba en el ferrocarril: sus días transcurren entre los asombros y las revelaciones que le brinda la vida rural. “Mi hermano vive en los montes, no conoce una flor. Sudor, malaria y serpientes, la vida del leñador”. A la par, Chavero descubre entre obreros y mineros, el mundo de la música, el canto de los paisanos y el sonido de sus guitarras: “Yo canto por los caminos y cuando estoy en prisión, oigo las voces del pueblo, que cantan mejor que yo”.
Sus estudios no pudieron ser constantes ni completos por diversos motivos: falta de dinero, estudios de otra índole, traslados familiares o giras de concierto del maestro Almirón, pero como él mismo señala, el signo de la andanza estaba impreso en su alma, y ya no habría otro mundo que no fuera ése. “Yo sé que muchos dirán, que peco de atrevimiento, si largo mi pensamiento pa`l rumbo que elegí, pero siempre he sido así, galopiador contra el viento”.
En toda la pampa gaucha se extendía la sombra del crepúsculo y bajo la luz de la luna, los cantos evidenciaban una transformación. Era el indio, el campesino; eran sus manos y la tierra que abandonaban a Héctor, como el joven a la niñez, y se refugiarían desde ese día, hasta el último, en Atahualpa Yupanqui, “el que viene de lejanas tierras, para contar(nos) algo”. Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las cuestiones del amor ausente.

En medio de milongas pausadas, en el tono de DO mayor o MI menor –modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas –Atahualpa Yupanqui cuenta las mil y una historias que recoge a lo largo de su andanza. Le cuenta al mundo la vida de los leñadores, los mineros que nunca han visto el sol, los hacendados –dueños de tierras que no trabajan –la vida en las montañas y la hermosura de la pacha mama. Atahualpa Yupanqui fue el vocero de los silenciados argentinos, víctimas de la dictadura peronista, lanussista y videlista “Que no calle el cantor, porque el silencio, cobarde apaña la maldad que oprime”. Canta firmemente a dúo con Mercedes Sosa, una fiel seguidora y recopiladora de su lírica, mostrándosela al mundo. Sosa vivió exiliada durante la dictadura de Videla.

Se cuenta que las manos de Atahualpa Yupanqui fueron gravemente heridas por un grupo militar de extrema derecha. A la agresión, Yupanqui, en toda su sabiduría, les lanza una respuesta, bautizada como El payador perseguido: “¡Y aunque me quiten la vida o engrillen mi libertad! ¡Y aunque chamusquen quizá mi guitarra en los fogones, han de vivir mis canciones en l`alma de los demás! ¡Tal vez alguno se acuerde que aquí canto un argentino!”. La canción estuvo prohibida en países de régimen dictatorial.
Atahualpa Yupanqui vivió una vida de exilio en Francia. Murió allí, el 23 de mayo de 1992 en una habitación de un hotel en Nimes.

El sol de Illimani

“Si contemplan la pampa y sus rincones, verán las sequedades del silencio, el suelo sin milagro, como el último desierto”.

Fue en el verano del 1980, en el Festival de Ventimiglia, que los Inti Illimani tocaron sin su tradicional uniforme, sus ponchos rojos. Ya en el 73, antes de partir a Europa, buscaban otro vestuario, más fantasioso, eran los años de la experimentación. Pero en el extranjero se vieron forzados a usarlos siempre, pues no querían perder más cosas de su pasado; perder la patria, ya era suficiente.

En el casino de la ex Universidad Técnica del Estado, mejor conocida como “La China”, se oye fuertemente una quena y un charango. “La nueva canción chilena” anima las peñas de los estudiantes. Horacio Durán es el responsable del evento y abastecedor de empanadas y vino. Cada sábado, los jóvenes se juntan para escuchar a sus compañeros y rehacer, entre risas y melodías, la historia sudamericana. Pasaría sólo un año para que un grupo de estudiantes de Ingeniería Química se unieran al dueto de Jorge Coulon y Horacio Duran: en mayo del 67, nació un nuevo grupo: los “sin nombre”.

No pasó mucho tiempo para que los “sin nombre” fuesen invitados por Eulogio Dávalos, un guitarrista boliviano, a un evento que su país natal celebraba por su Independencia. Detrás de La Paz, un imponente guardián los observa, es el monte de Illimani. Dávalos mira con una sonrisa a los muchachos “sin nombre” y les sugiere llamarse Inti Illimani, que en lengua quechua significa “Sol de Illimani”, en memoria a tan bello nevado: “nos gustó y adoptamos ese nombre de manera permanente”, señaló Duran, años después, en una entrevista.

A finales del 67, se incorpora el colegial Horacio Salinas y junto a él, los Inti Illimani parten en una gira internacional. Dedican su viaje a cantar en bares y peñas Mendocinas y de Buenos Aires. También recopilan coplas de Atahualpa Yupanqui y a su regreso, añaden a su repertorio prosas de Violeta Parra. En el período 69 - 71, se dedican a grabar, entre Bolivia y Chile, ejemplares que coleccionan tonadas argentinas, mejicanas, bolivianas, peruanas y chilenas. Durante este tiempo, deciden unirse a la campaña presidencial de Salvador Allende y lanzan un disco que musicalizaría las propuestas de la reforma izquierdista. El álbum se llamó “Canto al Programa”.

Los Tres Barbas

"Venceremos, venceremos
Mil cadenas habrá que romper.
Venceremos, venceremos
la miseria sabremos vencer"

Paralelo a Inti Illimani, muchos cantantes, poetas, filósofos, médicos y otros profesionales se vuelven parte de la efervescencia social. En Chile, tres jóvenes se han juntado para formar un grupo folclórico: es 1965 y Julio Numhauser ha invitado a los hermanos Carrasco, Eduardo y Julio, a hacer historia. El trío, iniciado sin mayores pretensiones, comenzó a tomar forma cuando se bautizaron con una palabra de origen mapuche "Quilapayún (quila=tres, payún=barbas), nombre que los identificaría el resto de su carrera.

Para el 66, los Quilapayún ya tenían un prestigio ganado y se convirtieron un grupo bien estructurado. Guiados por Ángel Parra, su primer director musical, y con la incorporación de Patricio Castillo, los Quilapayún obtendrán su primer galardón en el Primer Festival Nacional del Folklore "Chile Múltiple". A partir de ese momento, se los puede distinguir por sus "calurosos" ponchos de castilla negro.

En el 67, por casualidades de la vida, se encuentran en una peña con Víctor Jara, un personaje crucial en la vida del grupo. Ese mismo año, Jara se hace cargo de la dirección artística y paralelo a ello, se integra el estudiante de Ingeniería Guillermo "Willy" Oddó quien, junto a Quezada, serán las voces que caracterizaría a Quilapayún por muchos años. Con el repertorio armado, los chilenos de las barbas largas se mostrarían al mundo en una gira internacional.

Al año siguiente, Quilapayún es partícipe del nuevo sello de la Jota (Juventudes Comunistas) y en este editan el álbum "Por Vietnam", que se convierte rápidamente en un éxito debido a la fuerte carga ideológica y estética traída consigo. El 69 lo cerraron con varios álbumes a dúo con Víctor Jara. Sin embargo, el año siguiente sería la fecha que cambiaría sus historias y la del mundo.

Santa María de Iquique

En el 1970, el compositor Luis Advis, hace una recopilación histórica del norte chileno. En Iquique, a principios de siglo, un acontecimiento sangriento lastimó fuertemente al pueblo. A partir de ello, el silencio burgués se había evidenciado. Sin embargo, los campesinos, no lo habían olvidado y, sesenta y tres años más tarde, Quilapayún interpretó una cantata que recopiló los hechos vividos en la escuela de Santa María.

La Cantata de Santa María se destaca por dos aspectos muy importantes, uno fuertemente ligado al otro. Primero, el trabajo recopilatorio e informativo de la canción; a lo largo de la pieza musical, se recuerda el fusilamiento de 3600 campesinos –jóvenes, mujeres, niños y ancianos –matados el 21 de diciembre de 1907 por los militares. La antología es evidenciada por las canciones que Advis elige como elemento enfático a la narración. La cantata está distribuida en un pregón, que es la historia narrada, en las canciones que enfatizan los hechos, en el pregón de despedida y en la canción final.

Estéticamente, La Cantata de Santa María es el puente entre las canciones populares y el estilo clásico. Desde el uso diverso que se le da al soporte musical usado (la Cantata dejó de contar historias religiosas, para centrarse en un episodio social – real), hasta la perfecta fusión de instrumentos aparentemente antagónicos. En esta canción, el violoncelo y el bajo han sabido aceptar fraternalmente a los sonidos de la quena y el charango. Ambos aspectos fueron fuertemente sazonados por la reacción que tuvo el pueblo chileno una vez que la escucharon. Es por ello que la censura no tardó en penetrar sus filudas garras.

El golpe del exilio.

Y ahora, el pueblo que se alza en la lucha,
con voz de gigante, gritando adelante:
“El pueblo, unido, jamás será vencido”

Un ideal ha terminado. El martes 11 de septiembre de 1973, el golpe militar de Pinochet pone fin al trabajo social que hasta ese momento realizaba Allende. En el Palacio de Gobierno se encuentra el cadáver del ex presidente. Los Inti Illimani, compuestos hasta ese momento por Max Berrú, Jorge Coulon, los Horacio (Durán y Salinas), Jose Miguel Canes y José Sevez, se encuentran en Roma, en plena gira. Quilapayún, por las mismas razones, estaba en París.
En los próximos años ambos grupos, debido al exilio, se integraron a la cultura del viejo mundo e incorporaron los ritmos mediterráneos en las creaciones futuras. “Era una manera de sobreponerse al dolor del exilio y adoptar, así como Italia los adoptaba, los sonidos propios de su cultura”, dice la introducción del disco Antología de Inti Illimani. Durante esta época, Horacio Salinas compuso El mercado de Testaccio, un tema que narra el día a día del mundo romano. Este tema, nacido en el mercado de verduras, una mañana dominguera, es la fusión máxima de dos culturas que encontraron, a través de los ritmos, ideas y sentimiento similares. El más fuerte, la solidaridad.
A partir de ello, desde Francia, Quilapayún se une al dolor de los chilenos, oprimidos por la fuerte dictadura y es así como, junto a los Inti Illimani, crean cantos liberadores tipo “El Pueblo Unido” y “La Patria Prisionera”, demostrando su identificación e incitando la liberación. Los exiliados del sur no vieron sus tierras hasta fines de los 80. Ése día fue inolvidable: la pesadilla, había acabado.

La prosa de despedida

Es una fría mañana de mayo del 82, Pancho ha regresado a su punto de partida. Se sienta en un barcito de la campiña de Moche y pide unas cervezas para brindar. Sobre el cuello trae colgada su quena y en la mano izquierda, porta un charanguito que hace poco se ha comprado. Toma unos tragos y luego pide permiso para cantar: “¿Aquí se puede?” pregunta al dueño del local y al grupo de señores que están sentados en la otra mesa. Todos asienten con la cabeza y los otros clientes se voltean para escuchar. Pancho recita prosas al ritmo del charango y las acompaña con las melodías de la quena. Habla del sol, la luna y la constante opresión que sufren los campesinos bajo estos astros. Los tiempos son difíciles, la sierra y selva están siendo despiadadamente abatidas por militares y terroristas; en Putis, un pueblo cercano a Ayacucho, ciento veinte civiles –hombres, mujeres previamente violadas y niños de hasta dos años –han sido brutalmente acribillados por los militares. Pancho lo cuenta todo. Los aldeanos no saben su destinto, tal vez un día serán ametrallados o degollados; no entienden nada, pues nunca se los ha tomado en cuenta. Los señores de la cantina salen antes de que Pancho termine de cantar, el dueño se mantiene distante. Terminada la canción, el trovador se lanza un último y largo trago de cerveza, y se retira. Nunca más se lo volvió a ver. Años después, la hermana de Pancho visita a los padres de Victoria, está vez, es incluida en la conversación. La razón de la visita, recuerda, era para contarles que habían encontrado el cadáver de Pancho en algún pueblo de la sierra, muy cerca a Ayacucho. Sobre este hecho, miles de especulaciones han rondado. Incluso, se dice que fue asesinado en una grave confusión: lo creyeron un miembro terrorista y lo silenciaron.

Ustedes que ya leyeron, la historia que se contó,
no sigan allí sentados, pensando que ya pasó.
No basta sólo el recuerdo, la prosa no bastará,
no basta sólo el lamento, miremos la realidad.
(Adaptación de la Cantata de Sta. María)

lunes, 15 de diciembre de 2008

La nube de mis recuerdos


Parte I
Las once y media…. ¡Mierda…! estoy encerrado y no sé cómo salir. He agotado todas las excusas para evadir al payaso que tengo en frente y poder escapar de su horrendo acto. Dos horas de estar metido en esta clase, el mismo tiempo que tengo sin poder aspirar la colilla de un pucho. Me es imposible faltar una vez más, pues he colmado la tolerancia del profesor y del sistema que me fiscaliza.
En clase, el tema de hoy es el manejo de conflictos en una empresa: el pedagogo ha repetido tres veces lo dañino que pueden ser los sindicatos para el crecimiento empresarial y yo mientras tanto, almaceno el dulce olor de un cigarro fresco.
Mi cerebro no se encuentra en clase, en realidad no se encuentra en este mundo. Últimamente, y ya que no puedo hacerlo en el mundo real, he optado por viajar a otro ambiente, en otro época y otro lugar, debido a que, de un tiempo a esta parte, mi mundo real se ha vuelto un poco aburrido.
No es que esté de acuerdo que en un tiempo pasado las cosas eran mejor. Nunca podría. Sin embargo, hoy en día, pienso que mi generación está enfrascada en sus propios asuntos, sin ningún interés en querer compartirlos.

Mis dedos se frotan entre si, necesito un cigarrillo. Reviso el bolsillo de mi camisa y aún está la arrugada cajetilla Premier, quedan sólo tres. Froto suavemente el índice en mi nariz y puedo olfatear la evidencia de haber realizado el vicio tiempo atrás. ¡Qué complicadas resultan las horas cuando son largas y lentas!.
A veces creo, con mucha certeza, que el aburrimiento logra dilatar el tiempoy el placer, que comprimirlo. En quince minutos seré libre. Cogeré mi encendedor de fibra azul y haré girar la rueda. Una llama arropada con las palmas de mis manos, encenderá la tierna agonía de ese blanco tubo, relleno de vida, fortaleza y ánimo. Mientras el cigarro muera, yo, de sus cenizas, renaceré.

Cuando terminó la clase, sentí que después de mucho tiempo, mis pensamientos coincidían con mi cuerpo. Mientras me dirigía al umbral que separa el infierno de la gloria, preparaba un Premier dándole pequeños golpes contra mi dedo pulgar; años atrás, aprendí en la escuela, gracias a mi profesor Enrique, experto en filosofía y los cigarros Camel, que golpeando los cigarrillos comprimes más su contenido aprovechándolo mejor.

El profesor Enrique era todo un personaje. Recuerdo que en mi escuela, de buenos valores como todo oficio cristiano, era inadmisible ver fumar a cualquier docente, pues eso, además de verse y, según la directora, oler mal, generaba una contradicción entre lo que la escuela predicaba y lo que él ejecutaba. Por lo tanto, el viejo profesor salía de rato en rato a la calle para poder fumar.
Cuando regresaba, satisfecho de haber saciado su placentero vicio, un mortífero ataque biliar, debido al descarrilado desorden que generábamos sus alborotados alumnos, lo hacía olvidar que segundos antes, había estado en un total relajo. Su maltratada voz se hacía escuchar por toda la escuela.
Él y yo conversábamos muy poco, tenía su grupo de preferidos, integrado por otros y, en especial, otras; recuerdo que siempre terminaba discutiendo con ellas debido a la insatisfacción que él le producía con sus predicciones: luego de revisar las palmas de las manos, mirarlas a los ojos y haber hecho ciertas preguntas, daba unos cuantos pasos, cruzaba los brazos y mientras agitaba su mano derecha, daba un remate para lanzar el veredicto.

Pese a no haber sido parte del círculo amistoso del profesor Enrique, siempre sentí que había cierto cariño, un sutil interés paternal. Lo comprobé el último día de clases, cuando al despedirme con un fuerte abrazo, me dijo que me cuidara y nunca dejara que me obliguen a ser alguien quien no quiero ser.
No lo volví a ver desde aquel día y, la única vez que me dio cierta nostalgia escolar, regresé por donde me había ido y pregunté por él. En la escuela, me dijeron que ya no trabajaba e que incluso, que había viajado a Italia sin siquiera haber dicho “arrivedeci”. No me pareció extraño, pues en los años que fue mi maestro, pese a andar rodeado de alumnos, supuse que era un hombre solitario.

Mi primer cigarrillo lo fumé hace seis años, cuando tenía quince. Nunca olvidaré esa noche –aunque quizá no recuerde la fecha –pues ese día había confirmado, supuestamente, mi fe a dios.
Recuerdo que luego de la ceremonia religiosa, un grupo de amigos nos habíamos encontrado en una bodega, todos ellos, con un Lucky Light en la mano o en la boca. Hasta ese momento me pareció extraña e incluso repulsiva la acción de fumar, ya que aún no comprendía y sobre todo, no disfrutaba, el placer de hacerlo.
A cierta hora de la noche, curioso por entender esta acción colectiva, le pedí a una amiga que me enseñara, sólo por probar, cómo es que se realiza dicho acto. Ésa noche probé mi primer cigarrillo, y meses después, fui adiestrándome más y mejor. Para fin de año, y ya que en esa época aún desconocía las fuertes crisis económicas que traía el estudio, contaba semanalmente con mi pequeña cajetilla de Lucky Light, como el resto de mis contemporáneos.

Ése año fue la apertura a nuevos placeres, que tiempo más tarde, se volvieron un vicio. Aprendí a fumar, a tomar, a emborracharme hasta el punto de mandar al carajo y botar a mi amigo de su propia casa –al día siguiente disculpó mi insolencia, aunque no mi desorden –a vagar por largas horas sabiendo que tenía examen al día siguiente, a decir no porque simplemente me daba la gana de dar la contra, a sentirme rebelde desde el punto de vista más estúpido y promocionado.
Descubrí también, casualmente, la belleza de la anatomía femenina y exploré el punto máximo de la creatividad de mis padres en sus sermones y castigos. Durante ésa larga docena de meses, copié el estilo del cangrejo y sólo podía andar hacía atrás. Recibí cachetadas, reproches, amenazas y castigos. Sin embargo, el más fuerte creo que fue el último de ese año.
Días previos a la navidad, había sido castigado por batir el record de cursos desaprobados y me negaron el permiso para salir, ¡qué raro!, a vagar. Esa noche, aburrido y de malhumor, decidí encender un cigarrillo con el propósito de matar mis penas en cada pitada.
Torpemente, debido a la ira y la imprudencia, olvidé completamente que el humo se podía filtrar por debajo de la puerta de mi habitación. Lo siguiente que pasó, luego de apagar los residuos y botar la colilla, fue que entraron mis padres y mi mamá me dio la paliza más fuerte que hasta ese momento había recibido. Horas más tarde, tras una larga charla, me confesó que la causa de su histeria no fue la acción de haber fumado, sino la de haber negado.

Parte II
Siempre, a lo largo de mi corta vida, he tenido una estrecha relación con el cigarro.
Mis padres, jóvenes para semejante responsabilidad, aprovechaban las noches para poder juntarse con sus amigos y relajarse un poco de su ya atareado día. En estas reuniones, tanto mis padres, como sus amigos, creaban una alucinante neblina gris sobre la pequeña sala de nuestro apartamento y dejaban, incluso horas después de haberse ido, el delicioso aroma que evidenciaba, de manera tácita, la diversión, las risas y el vacilón que habían gozado horas antes.

Los recuerdos que tengo de los años de mi niñez y gran parte de mi adolescencia, están decorados por varios cigarrillos fumados especialmente, por mi madre, fumadora de vocación.
Sin embargo y debido a la insoportable asma, mi mamá evitaba fumar cuando yo estaba con ella. Es por ello que durante la tarde, en especial a las seis, evitaba estar en su cuarto, y por las noches, cuando llegaba mi papá y los amigos de ambos, a punta de pleitos, lograba colarme en sus reuniones.
Pese a ser una gran fumadora, un día mi mamá dejó de el vil acto. Actualmente, alega al gran daño que le hacía, descubierto por el fuerte bombardeo de correos electrónicos que, de la noche a la mañana, recibió. En su reemplazo y con los pulmones ansiosos de ser dañados, entré yo al opaco mundo del cigarrillo.

En los años siguientes a mi adolescencia, aprendí, a punta de catastróficos errores, a manejar mejor mi actitud de rebeldía, entendí que la acción de aprender tal vez no era tan mala, quizá hasta podía ser deliciosa; descubrí nuevos placeres –como el debate –y me reencontré con viejos pasatiempos, como el dibujo.
Durante la metamorfosis, fui puliendo mi talento de fumador. Descubrí nuevas marcas y supe usarlas según las fechas: si era quince o treinta, Marlboro rojo con una Coca Cola helada era la opción. Si era 10 o 20 Premier, si era 12 o 14 Hamilton y si era 28 o 29, sin duda alguna, Caribe era el compañero.
Dentro de la universidad, descubrí personajes que me inspiraron fuertemente al vicio del fumo. En la historia, pensadores, cineastas y revolucionarios me hicieron creer que tal vez, si adquiría el vicio de fumar, estaría un poco más cerca de ser como ellos. En la vida diaria mi profesora de humanidades, la culpable de haber conocido a estos señores.
Aprendí también, que el cigarrillo puede ser un medio para realizar nuevas amistades. En estos últimos meses era impensable poder comenzar una reunión con gente La Nacional sin varios cigarrillos de por medio. Hicimos proyectos como un programa de radio. Teníamos la intensión de recopilar, a través de este medio, idealistas como nosotros con la esperanza de hacer un fuerte cambio a nuestra realidad.
Durante la emoción que produjo la gestación de este proyecto, la paciencia de realizarlo y la tristeza de abandonarlo, docenas de Caribes pasaron por mis labios y es que, ya fuera primero o diecisiete, vivía, en este momento, un periodo de quiebra total.
Parte III
En mis primeros años universitarios, había escuchado mucho de la popular marca de cigarrillos Inka. Esta marca, barata y además considerada mucho más fuerte que el Marlboro rojo, se caracterizaba por ser fumada por los verdaderos profesionales del oficio, los viejos, los pobres o los que tenían las tres cualidades.
No fue hasta el verano pasado que me consideré digno de fumar aquellos cigarrillos y fue entonces cuando descubrí que su fama, no era tan buena después de todo. Cuando pregunté a mi devota vendedora si tenía Inkas, me miró con unos ojos semejantes a los huevos fritos y me dijo serenamente que “eso” no vendía.
Similares respuestas recibí en mí tormentoso propósito de encontrarlos. No fue entonces hasta que me encontré con Laysa, un viejo amigo que luego de haberme ayudado a recopilar información para una crónica, le comenté, como quien confiesa al cura sus pecados, que estaba ansioso por encontrar, al menos, un par de cigarrillos de aquella vetada marca.

El cuarentón sonrió con la mitad del lado izquierdo de su labio, haciendo relucir su dorado diente, y luego de darme la opción de elegir si quería con o sin filtro, me dijo que en un par de días tendría una cajetilla enterita para podérmela llevar a Huaraz.
Tal y como lo prometió, la tarde previa a mi viaje, Layza me llamó para fijar un lugar de encuentro y entregarme la mercancía. A las 5 y treinta y como testigo, el sol agonizante, pude sentir entre mis manos, la frágil cajetilla blanca que envolvía el paquete de aquellos deliciosos cigarrillos.

Durante mi corta estadía en Huaraz, puede disfrutar en placentero contraste entre la pureza del aire andino y la satisfacción del humo interno. La sensación fue tan mística, que mientras observaba la laguna de Querococha, a 3980 metros de mi ciudad natal, el bus que me transportaba tenía la vil intensión de zarpar y dejarme abandonado en el camino. Cuando al fin tuve consciencia de la situación, o sea una vez consumido el cigarrillo, tuve que agitar el paso y correr lo que jamás, en mi haragana vida, había corrido; sólo así pude alcanzar al pendenciero conductor: en los días siguientes, tomé muchísima precaución para no perderme en mi aislante vicio y ser nuevamente abandonado por el grupo.

Parte Final
Han acabado las tres insoportables horas de condena al sindicato laboral. He cruzado el umbral y sólo pienso en fumar. Intento buscar una esquina, pues siempre los ceniceros están ahí. Al intentar encontrar uno, descubro que todos han sido eliminados.
Repentinamente, las paredes se vuelven mucho más altas y los caminos, estrechos y largos. Miro a mi alrededor y nadie fuma. No veo más mi profesora de humanidades ni los compañeros cómplices en las artes.
Hay silencio y la gente perdió el rostro, todos son iguales. La masa se dirige en una sola dirección e intento averiguar porqué. Cuando llego al lugar en el que están concentrados, descubro que los jóvenes miran deslumbrados y con la baba chorreada un cartel de cinco metros que enfatiza con enormes letras azules una extraña ley prohibicionista del cigarro: “el Decreto Supremo 015-2008-SA y la ley es Ley Nº 28705, Ley General para la Prevención y Control de los Riesgos del Consumo del Tabaco, ha declarado que está prohibido fumar en lugares públicos, abiertos o cerrados, que fomenten la educación y la salud. Respetemos la salud de los otros”.
¿Respetar? ¿Y quién respeta el voluntario deseo de opacar mis pulmones y aclarar mi mente? ¿Qué saben ellos de la frialdad que se produce en el pecho cuando ingresa el humo, o de la delicia que genera la dilatación de las pupilas, o el sabroso gusto de disfrutar la amargura en la lengua una vez terminado el pucho? ¿Cómo piensan entender y seguir los ideales y la genialidad de Sastre, Beauvoir, el Che, From, Fidel, Eco, Fellini, Marcuse, Buñuel, Dalí, Kalho y cuanto grande genio fumador haya existido, si al ver si quiera su foto se espantarán con la evidencia que acusa su bajeza fumadora?

El desconcierto invade mi ser, creo que el umbral me ha transportado a otra galaxia. A una en la que quizá, Don Juan de Moliere e incluso, el mismo Aristóteles, hubieran condenado a muerte a estos muchachos. Una realidad en la que Thomas Mann habría muerto de aburrimiento o quizá de espanto, un hecho en el que me hace creer, al igual que los romanos en tiempos de crisis, que el único medio de evasión es arrancarse las venas y dejar fluir el torrente sanguíneo hasta dejar seco el interior.
Porque es seco como me siento ahora, porque es seco como veo el mundo, porque es alarmante el clima y al igual que la niebla generada por el humo, siento que inevitablemente, el espíritu de mis contemporáneos se evapora en un momento de tácita turbación.

Viejos recuerdos, nuevas vivencias



Sentimiento surrealista y el recuerdo de una vieja alianza fascista – nazi son el resultado de este extraño recorrido. El colegio militar Gran Mariscal Ramón Castilla, alberga el fanatismo nacionalista. Llena de contradicciones, esta narración es la consecuencia de una mañana reclutada.

Las cinco de la mañana. La oscuridad aún es dueña del ambiente. Disfruta sus últimas horas como emperatriz gélida y es aliada de la neblina, el silencio y la tranquilidad; combinación perfecta para esta aventura. La travesía próxima a realizar, tendrá como escenario, o quizá como víctima, el semillero de los futuros guerreros, el formador de los espartanos nacionales: el Colegio Militar, Gran Mariscal Ramón Castilla. Esta escuela, que reinventa constantemente sus valores –hoy en día, disciplina, moralidad y trabajo –forma a jóvenes románticos desde hace cuarenta y cuatro años. Dirigida por el Coronel Raúl Rodolfo Novoa Gutiérrez, la metodología y decoración del Ramón Castilla, en pos de la insoportable nostalgia, ha decidido retomar sus raíces y revivir las estrategias educativas de antaño.

La luz parece vencer tenuemente a la reina penumbra. Sin embargo, sus rezagos de frialdad aún dominan el ambiente. Parece que la naturaleza nos regalará un día extremadamente nublado. La labor de los jóvenes cadetes comienza a las cinco y media de la mañana. Tras una ensordecedora corneta, los jóvenes se preparan y preparan sus habitaciones en menos de quince minutos. Si por ahí hay alguno que pretende vencer el tiempo, tiene permiso de prepararse antes de que el ruidoso instrumento lo indique. Por el contrario, si es pegado a las sábanas, entonces disfrutará de manera enfermiza los cinco o diez minutos de sueño.

Los cadetes cuentan con dos uniformes. El formal, usado los lunes, miércoles y viernes y el de camuflaje, usado martes, jueves y sábados. El primero consta de un par de pantalones azul marino, saco blanco, camisa del mismo color y una gorra del color de los pantalones. El segundo dispone de dos modelos: algunas veces camisa y pantalones de color verde, negro y marrón oscuro y otras, un modelo con colores amarillo, crema, blanco y marrón claro. El uso es según el campo de práctica: boscoso o desértico.

Debido a las limitaciones de una vida en reclusión, los cadetes están obligados a aceptar el placer de la homogeneidad: piensan y actúan de igual forma, todos juntos, sin razonar. Prueba de ello es la cuadra, el salón que acoge a los jóvenes y sus pertenencias. Conocida en el mundo civil como “mi habitación”, la cuadra, para los militares, es un cuarto compartido por diez jóvenes. Cuenta con una cama y un casillero por persona. Todos de color crema para hacer un perfecto contraste entre el color celeste de las paredes y el gris metálico de los helados pisos. Prohibido, obviamente, arruinar con algún criterio de decoración. A diferencia de los libertinos adolescentes que pueden –y deben, según ellos –nadar sobre su basura personal, los jóvenes cadetes están limitados a mantener la pulcritud de sus cuartos; de lo contrario, a diferencia de un grito o una súplica maternal, estarán condenados a perder sus placeres más deseados: la libertad o el sueño.

Llegada la noche, aproximadamente a las once, los jóvenes están sometidos a una nueva labor: el servicio de imaginaria. Esta tarea consiste en vigilar por tres horas el sueño de los compañeros; así, los muchachos estarán preparados para tiempos de guerra, tendrán el carácter formado y posiblemente aceptarán más relajados el desorden de horarios que exige la universidad. Claro que, debe ser abrumador acostarse a las 11pm, hacer vigilancia a la una y volverse a dormir a las tres. Pero, son bonos del oficio.

Es las seis y diez, los jóvenes están en el comedor para desayunar: avena, leche, jugo de frutas y panes. Cada uno consume diversas opciones; elegidas, sin embargo, por un superior. El comedor, un cuarto simple con mesas y sillas grupales, se encuentra a la derecha de la escuela. En él, se ubica a los jóvenes según su cuadra. Los muchachos brigadieres, elegidos por su edad –los mayores –y su excelente coeficiente físico - mental comen aislados del resto, marcando así la diferencia y recalcando su autoridad a través de pequeños, pero significativos, privilegios. El día de hoy, los futuros defensores de la nación están de camuflaje. Su tarde será distinta a la de un adolescente común.

Las cuadras están asignadas a jóvenes de la misma edad y del mismo sexo. Actualmente, los hombres están completamente alejados de las mujeres. Esta decisión es tomada por el director de turno. Al parecer, está convencido que es mejor mantener completamente aislados a los jóvenes de diversos sexos, para poder tener así mayor control sobre sus acciones y para que los muchachos no sean pillados con las muchachas en situaciones impulsadas por un desequilibrio hormonal. Los grados de estudio, a pesar de abrazar las efímeras estrategias civiles, mantienen vivas las típicas costumbres militares. Una de ellas, los distintivos de promoción. Cada grado tiene un color diverso: los de quinto el color rojo, los de cuarto el verde y, celeste para los de tercero.

Los muchachos, siempre en pos de la disciplina y el orden, son asechados por un curioso personaje: el Coronel Guerrero, que hace un varios años ha colgado sus medallas y cambió el clásico uniforme barroco, por un liviano buzo negro –parte de otra mortaja –. Noblemente, custodia a los retoños para detectar a cualquier descarrilado del cadete ideal. Si acaso algún hozado se atreviera a no saludar o a hablar cuando no se debe, o sea, casi siempre, estaría condenado a un castigo de docenas de planchas o de caminatas kilométricas. Aquí no funcionan los reglazos y menos el rincón. Aquí las cosas van en serio. Los jóvenes son preparados y mentalizados constantemente para ser carne de cañón. Tienen tan marcado ese concepto que, incluso, debido a las constantes instrucciones, con dieciocho años pueden ser hombres para la guerra y para matar. Aunque quizá, en el mundo real, sean sólo niños para un trago en algún bar.

Para un cadete la vida es difícil. El día a día está lleno de retos, normas y exigencias. Sin embargo, hay un periodo en el que los muchachos son llevados al límite. Ahí, seguramente, eliminan cualquier rezago de niñez, engreimiento o diferencias. En la “Marcha de Campaña”, todos son iguales y entre todos se ayudan. Someterse crudamente a la naturaleza, obliga a los cadetes a la cooperación conjunta y al máximo desarrollo de sus habilidades de sobrevivencia. Dentro de este campamento, además del trabajo en equipo, estos guerreros son preparados para la guerra: estrategias de ataque, instrucción de manejo artillero y sobrevivencia para situaciones de captura son las dosis adormecedoras que brinda el campamento para motivar fuertemente a los jóvenes.

Han pasado tres horas desde nuestra llegada. Los alumnos, respetando siempre la idea de mando, se dirigen a sus aulas. Corean espantosos lemas patriotas, interiorizan el placer del fanatismo nacionalista y aceptan este método de comunicación para romper por un instante el silencio que los obliga a vivir aislados entre sí. No tienen otra opción, nunca la tienen. No pueden, ni deben, pensar por sí mismos. No existe para ellos el arte, la filosofía ni la política –es suficiente saber que Chile es nuestro peor enemigo –. Los jóvenes están llenos de vitalidad y amor que dejarán como ofrenda a la patria, ya que están prohibidos de compartirlos entre ellos. Sin embargo, olvidan que para amar algo hay conocerlo previamente e involucrase bien. Los alumnos, cuando ya aprendan la lección, irán a la guerra sin tener claro los intereses políticos que hay de por medio. Sin saber por qué se hace una guerra ni a qué o a quienes defienden. Marcharán cada 28 de julio y repetirán, amordazados, lemas y cantos románticos. Lo harán tantas veces que tendrán el pecho inflado como un pavo; siempre listos para ser cocinados.

La reunión termina, la guía por fin confiesa llamarse Lusvenia Vergara, el frío sigue siendo un fiel compañero y atrás quedan los defensores de nuestra patria. Lugar de santos y héroes, artistas y navegantes, pisco y no agua ardiente, ceviche y marinera, Inca Kola y E- Wong. ¡Viva el Perú, carajo!